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Acosada

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Hacía algo más de un año que se había divorciado. Su físico había cambiado por completo. Su peso bajó de 85 kgs. a 55 en apenas unos meses y sin hacer ningún tipo de dieta. Bueno sí, hizo dieta de pensamientos negativos y eso la llevó a cambiar, de forma automática, su alimentación y a librarse de esos treinta kilos de forma rápida sin apenas ningún esfuerzo.

Se transformó, cual crisálida en mariposa y cambió también su forma de vestir. Por primera vez en años, concretamente en 15, volvió a sentirse bien con su cuerpo. Así que decidió renovar su vestuario y recuperar los pantalones y las faldas cortas que hacía tanto tiempo habían quedado en el olvido.

Se sentía bien volviendo a vestir así. Se sentía rejuvenecida. Se había deshecho, de un plumazo, de su complejo de obesidad. No era la misma. Las personas que se encontraban con ella por la calle se paraban incrédulas, preguntándose antes de hablar si realmente era la misma persona. Ella sonreía, porque el rosto de su interlocutor hablaba por si solo, y les respondía que sí, que era ella, la misma de siempre en un cuerpo diferente.

Su pelo, completamente cano y siempre recogido en una cola de caballo, como si se tratase de una mujer diez años mayor que ella, había dado paso a una melena suelta, rizada y pelirroja. Su cambio no sólo desató una transformación en ella sino también en ciertas personas de su entorno más cercano. En concreto un familiar. Alguien en quien ella había confiado hasta entonces. Le sacaba algo más de una década. De un día para otro, comenzó a sentir que ya no se comportaba del mismo modo.

Se había vuelto más detallista, más servicial, más dispuesto a echarle una mano siempre que lo necesitara, más zalamero, por decirlo de una forma delicada. Ella empezó a sospechar aunque decidió renegar del dicho «piensa mal y acertarás» con demasiada celeridad. Y es que el refranero nunca se equivoca.

Al poco tiempo sus sospechas se convirtieron en realidad y aquel hombre traspasó la línea de lo aceptable. Empezó a acosarla. Primero fueron bromas con tintes machistas insinuando que ahora que ya no estaba casada seguramente necesitaría quien le echara una mano, y no precisamente con las tareas del jardín. Comentarios lanzados incluso delante de su propia mujer, quien reía las gracias sin querer darse cuenta del transfondo de las mismas ni de la mirada que su marido le dirigía a ella mientras le soltaba aquellas burradas, deseando ser él el objeto de la ayuda ofrecida.

Las bromas duraron poco, eran una especie de tanteo para ver si ella se molestaba o entraba en el juego. Para ella resultaba una situación bastante delicada. Ella consideraba a su mujer como su propia hermana. Era una de las pocas personas de la familia con quien mantenía una buena relación. Y él lo sabía. Y se aprovechaba de ello. Estaba convencido de que, por esa razón, ella no abriría la boca y no le diría nada a su mujer.

Así que dió un paso más. Comenzó a enviarle mensajes a través del móvil con peticiones de que se vieran a escondidas de su mujer. Ella reacionó diciéndole que la dejara en paz, que no tenía el más mínimo interés en él y que no sabía a cuento de qué se le había pasado por la cabeza semejante idea, a su juicio, descabellada.

Pero no fué lo suficientemente tajante, directa y firme. Debió hacer caso a su primer instinto, que había sido ir a la comisaría de policía a presentar una denuncia. No lo hizo, pensando en las consecuencias que aquello tendría para su mujer. ¿O acaso no lo hizo por las consecuencias que tendría para ella?

Aquel paso significaría perder el contacto con su mujer. Sabía que no la creería, que ella se quedaría al lado de su marido y que saldría de su vida. Y eso le entristecía. Ella era uno de los últimos resquicios de su familia que seguía manteniendo. Sentía que si daba ese paso significaría cortar de lleno con su clan. Con lo poco que le quedaba de él. Se resistía a darlo.

Y se resistió durante varios meses más. Soportó más insinuaciones por parte de él. Los mensajes dieron paso a las llamadas lastimeras, insinuándole que se había enamorado de ella, acusándola de enviarle mensajes escondidos en las publicaciones que realizaba en su facebook o cuando cambiaba la foto de perfil del whatsapp.

Nada más lejos de la realidad. Un día llegó a casa de ellos y su mujer le ofreció un café. Para alivio de ella, él no estaba. No tardó en llegar. La situación le resultó completamente absurda. Mientras ella le contaba que hacía varias semanas que él había empezado a hacer ejercicio y que había perdido peso y se estaba poniendo en forma, ella, en su mente, hacía la asociación correspondiente a aquel cambio de comportamiento.

Y justo en ese preciso momento, él entró en la cocina. Sabía que ella estaba con su mujer pues su coche estaba aparcado en la puerta de casa. En un alarde de masculinidad al más puro estilo de película serie B, entró con su torso descubierto, intentando lucirse. Tuvo ganas de soltar una carcajada y un comentario que se guardó para sí misma, justo en el momento en que su mujer, aprovechando la ocasión, empezaba a alardear de lo bien que estaba poniéndose él físicamente. ¡No hay peor ciego que el que no quiere ver!

Unas semanas más tarde, y haciendo caso omiso a sus constantes peticiones de que la dejara en paz, se atrevió a dar un paso más. Acababan de regresar de la romería del pueblo y ella había ganado una rifa en la que le habían tocado unas botellas de vino. Como no bebía decidió ir a buscarlas al coche para repartirlas con todos. Salió de la casa y se dirigió al coche. Sin que ella se diera cuenta él la siguió y, mientras cogía las botellas del maletero se abalanzó sobre ella intentando besarla.

Debió soltarle una sonora bofetada en ese preciso momento pero, sin embargo, no lo hizo. Se limitó a decirle, una vez más, que la dejara en paz. Pero estaba claro que no lo iba a hacer. Aquello era una lucha de poder. El macho alfa intentando llevársela a su terreno. A él no le importaba en absoluto tener a su propia mujer a escasos 20 metros. Ella estaba segura de que aquella situación incluso le proporcionaba más morbo todavía.

Pasó el tiempo y en su mente no dejaba de darle vueltas al hecho de que debía presentar una denuncia si quería que aquello terminase de una vez por todas. Un día lo comentó con un amigo suyo y él, que la conocía y sabía de su ingenuidad y de su carácter poco dado a meterse en líos, le dijo que tenía que hacer algo al mismo tiempo que le soltaba de refilón que sabía que no lo iba a hacer, por todo lo que aquello implicaría.

Aquel comentario la enervó. Él tenía razón, era lo que tenía que hacer y lo estaba dilatando en el tiempo, por su propia ganancia. Para evitar la pérdida que enfrentarlo supondría para ella. Perdería a la que ella siempre había considerado «su hermana mayor», esa hermana que nunca había tenido. Pero lo cierto es que, sopesando la situación, era lo que tocaba hacer.

En la balanza estaba aquella amistad-hermandad o su propia dignidad. Y ganó lo segundo. Un par de semanas antes había tanteado al hijo de ambos, pensaba que tenía una buena relación con él y que hablando con él podría ver un poco de claridad sobre cómo enfocarlo. Pero no fue así. Se topó con un joven que no se sacó en ningún momento las gafas de sol mientras ella hablaba con él, evitando, con ese gesto, querer ver lo que se le venía encima de forma indirecta.

Se quedó completamente mudo y las únicas palabras que salieron de su boca fueron «si esto lo ha hecho contigo ahora, ¿cuántas veces más lo habrá hecho antes?». Mientras conducía de vuelta a casa un pensamiento rondaba su cabeza. ¿Por qué había ido a hablar con él y no con su madre directamente?, ¿qué buscaba?.

Se dió cuenta de que había tomado el camino equivocado. Y justo en ese preciso instante, mientras conducía de vuelta a casa, un reventón en una de las ruedas delanteras la sacó del ensimismamiento en su culpabilidad. Definitivamente el enfoque era el equivocado. Se rió mientras paraba el coche en el arcén para cambiar la rueda, recordando a Louise Hay y a aquel comentario que había leído acerca de que iba a escribir un librito en el que hablaría sobre la relación entre todo lo que le pasaba a nuestro coche con nuestros pensamientos.

Al día siguiente llevó la rueda pinchada a arreglar y tomó la determinación de poner fin a aquella situación de una vez por todas. Decidió optar por la vía difícil. La fácil habría sido ir a la comisaría. La difícil era enfrentarlo cara a cara, con él y con ella en su propia casa.

Así que imprimió los chats que tenía guardados y se metió una copia en el bolsillo de su pantalón. Cogió las llaves del coche y se dirigió al pueblo donde vivían. Estaba nerviosa pero mentalmente había revivido una y otra vez la conversación que iba a tener durante los últimos días. Y todo ocurrió tal y como lo había imaginado.

Cuando llegó a la casa fué su hijo quien le abrió la puerta. Con una mirada de resignación, sabiendo lo que su visita implicaba, le dijo dónde estaba su madre. Ella le devolvió unas sonrisa triste y se encaminó hacia la parte de atrás del jardín, donde ella se encontraba tendiendo la ropa.

La saludó como siempre, con una sonrisa y un abrazo efusivo. Ella se lo devolvió pero pudo ver en su mirada que algo no iba bien y le preguntó qué ocurría. Sacó de su bolsillo la copia que llevaba y se la entregó. Le dijo que aquel era el último día que iba a poner un pie en su casa, que no estaba dispuesta a seguir soportando más acoso por parte de su marido y que si volvía a intentar contactar con ella presentaría una denuncia formal. Desde luego que ella seguiría siendo bienvenida en su casa pero él tenía vetado el paso a partir de aquel momento.

Su cara se quedó en blanco. Él no tardó en aparecer y ella empezó un interrogatorio intentando salir de su asombro. Lógicamente él empezó a acusarla de mentirosa, a decir que había sido ella la que le había provocado, que se le había insinuado e incluso soltó, en un alarde de imaginación, que un día ella le había invitado a meterse en la bañera de su casa. Ella no pudo evitarlo y se le escapó una sonora carcajada. Aquello no estaba en la visualización que se había imaginado pero le resultó cómico.

Él empezó a ponerse nervioso y le pidió que bajara la voz, cuando su tono ni siquiera era elevado. Al vecino de al lado, que estaba afanado en su propio jardín, le había picado el gusanillo y empezaba a prestar atención a la conversación, algo que, lógicamente, le incomodaba sobremanera. ¿Qué dirían si aquello salía a la luz?.

Se dió media vuelta y se dirigió a la puerta. Allí ya no pintaba nada. Ahora era cosa de ellos. Le reiteró a ella que la puerta de su casa estaba abierta para lo que necesitara. Pero sabía que aquel día sería la última vez que se verían.

No se equivocó. Cuando llegó a casa recibió una llamada. Era ella. Sólo quería saber si había presentado la denuncia. Le contestó que no, que si él dejaba de acosarla no lo haría. Y mantuvo su palabra. A cambio pagó con gusto el precio de aquella situación. No volvió a saber de ella nunca más.

Y, como también había supuesto, otras personas cercanas de la familia también se alejaron de ella. Supo que, por vergüenza, ella habría tergiversado la historia pero ni siquiera quiso dedicarle tiempo a pensar en qué mentira se habría inventado ante el círculo de amistades que ambos frecuentaban para justificar su repentina desaparición.

Su conciencia estaba tranquila. Le había costado lo suyo pero, al final, había hecho lo correcto. Por su propio bien.

«El tiempo es justiciero,
y pone cada cosa en su lugar»

Voltaire

 

 

 

 

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