Desde que transito por el sendero del transgeneracional me ha resultado más que curiosa la elección de mi carrera profesional. En mi mente de niña fantaseaba con la idea de que, cuando fuese mayor, trabajaría en algo relacionado con los animales. La gente que me conocía bien creía que ese sería mi destino, pues me pasaba todo el día rodeada de ellos.
Durante un tiempo la idea de estudiar veterinaria me rondó la cabeza, sin embargo, terminé descartándola un día en que mi gato llegó a casa con el escroto abierto, a causa de una pelea, con un testículo colgándole y sangrando a chorro. Mientras le curaba la herida y esperaba a que me dieran cita en el veterinario para operarlo, me di cuenta de que la sangre y yo no nos llevábamos muy bien. Así fue cómo las náuseas me apartaron de ese camino.
La arquitectura también me gustaba y la clase de diseño era una de mis favoritas. Me considero una persona con vista para planificar y edificar teniendo en cuenta las necesidades de los que van a vivir en una casa, y jamás entendí cómo algunos arquitectos hacen planos sin pies ni cabeza, colocando radiadores en la única pared libre de un salón donde puedes colocar un armario o diseñando puntos de luz y enchufes en lugares donde luego te quedan incomodísimos y tienes que coger un alargador para todo. Pero, nuevamente, se me cerraron las puertas de esta carrera cuando escogí, en COU, mixtas, ya que había que ir por ciencias puras.
Filología era mi tercera opción, pues el inglés se me daba de maravilla. Pero me terminé bajando de coche que me llevaría a profundizar en el conocimiento de la lengua de Shakespeare motivada por la creencia de que “los filólogos están todos en el paro”.
Y así fue como terminé matriculándome en Ciencias Económicas, una carrera que ni siquiera sabía de qué iba cuando me apunté y que tardé ocho largos años en terminar. Vamos, que gustarme, lo que se dice, gustarme… como que no.
Durante años no entendí qué me había llevado a escogerla si las matemáticas y los números nunca me habían apasionado. Había escuchado las palabras de mi madre, que me repetía siempre “haz algo con lo que puedas tener un trabajo bien pagado”.
Así que supongo que, inconscientemente, le hice caso. ¡Qué mejor que estudiar economía para conseguir eso!
¿Pero… qué escondía ese anhelo de mi madre? ¿Cuál fue el drama de mi madre que hizo que yo naciera con un proyecto sentido determinado?
Conociendo la historia de mi familia, el gran drama de mi clan fue la pobreza, que la llevaría, a ella y a sus hermanas, a emigrar a un país extranjero, del que ni siquiera conocían el idioma.
Probablemente mi madre pensaría “quiero saber cómo salir de la miseria” y ahí vine yo, a estudiar esa carrera para resolver el drama de mi madre.
Pero ese no fue el único drama, también hubo otro: la falta de estudios, y ahí, nuevamente yo, me convertí en la primera persona de la familia con una carrera universitaria, como si el hecho de tener un título bajo el brazo fuese a resolver ese drama de “saber cómo” salir de esa situación de penurias económicas.
Probablemente también esa pulsión por estudiar filología tuviese que ver con lo que mi madre sintió al verse en un país extraño, Alemania, sin saber decir ni una sola palabra. No es una coincidencia que, tras acabar mis estudios, comenzara a trabajar para una cadena de supermercados «alemana», como Jefe de Tienda, rodeándome así de alimentos que, en la infancia de mi madre, en plena guerra civil, estoy segura de que brillaron por su ausencia, y gestionando una cuenta de resultados como la que le habría gustado tener a ella.
Años más tarde, con la llegada de la maternidad, se produjo un giro profesional en mi vida. La idea de seguir trabajando como economista ya no me atraía y, a raíz de mi divorcio, me planteé hacer otras cosas. Empecé a estudiar Biodescodificación, Programación Neurolingüística, Hipnosis, Transgeneracional, Life Coaching, Ley de Atracción, Comunicación interna y externa… y estoy convencida de que mi madre, quizá, en algún momento debió de pensar que había que buscar otras explicaciones y alternativas a su drama, quizás influida por mi padre, quien coqueteaba con estas cosas a escondidas. Y esto fue lo que yo hice.
Así entendí que lo que yo hacía, en todas estas ocasiones, era reparar. Mi funcionamiento se debía al resultado de ese drama familiar y yo necesitaba descargar la parte emocional dramática que no había sido descargada por mis antepasados, en plena conciencia, sabiendo que eso no me pertenece.
Y entonces me asaltó la pregunta: ¿sigo haciendo esto? Porque entendí que siendo Coach, ayudando a las mujeres a cambiar, a mejorar sus vida (ese drama no cumplido de mi madre) estaba reparando la historia familiar.
Tras reflexionar, en plena conciencia, decidí relajarme y no preocuparme tanto. Y esto es muy importante: todos los terapeutas deben trabajar sobre su propia historia para trabajar con el corazón, con la pasión, y no con la reparación del drama. Y así, además, ganarán más dinero.
Yo sabía que estaba reparando porque, haciendo sentía que no ganaba lo que yo deseaba, que es un indicativo inequívoco de reparación en el clan.
Ahí fue cuando decidí conectar con mi verdadera pasión: la escritura, porque si hay algo que yo adore son los libros, desde mi más tierna infancia. Seguramente tenga también que ver con ese drama familiar de la falta de cultura. Seguramente haya algo de eso en el hecho de que una de las estancias de mi hogar sea una biblioteca atestada de libros y de que en mi despacho haya más estanterías llenas de conocimiento.
Si me paro a pensar, no se trata sólo de los libros y del conocimiento que hay en su interior lo que me apasiona a mi, que era lo que mi madre echaba en falta.
A mi me gusta narrar historias, me gusta escribir. Me ha gustado desde niña. Y creo, humildemente, que se me da bien, que es algo innato, un talento.
Recuerdo que, en mi adolescencia, cuando apareció el teletexto, había puesto un anuncio buscando personas con mis mismos intereses con quienes poder cartearme. Me respondieron una decena de personas y terminé manteniendo correspondencia de forma continuada con tres de ellas.
Una de ellas era un chico cinco años más mayor que yo que vivía en Sevilla. Yo tenía 17 años y él 22, y si había algo que ambos teníamos en común era que nos encantaba escribir. La primera carta suya que recibí fueron tres folios con letra de pulga y un par de carteles de cine, pues esa era otra de sus pasiones, algo más que nos unía. Por lo visto le había llamado la atención mi dirección y pensó que, por lo larga y extraña que era, yo debía de vivir en el culo del mundo, en un pueblecito apartado de toda civilización aislada y aburrida. Vamos, que sintió lástima por mi.
Sea como fuere, aquello supuso el principio de una larga amistad. Siete años en los que intercambiamos largas cartas, algunas de hasta una decena de folios, fotos, cassettes de música y posters de cine de la revista Fotogramas. Por aquel entonces, las cartas todavía seguían siendo una parte importante de la comunicación entre distintas provincias. Las llamadas telefónicas interprovinciales salían demasiado caras y yo no tenía ni un duro por aquel entonces, así que prefería gastarme lo poco que ahorraba en sellos y sobres.
Hasta que en 1996 la amistad dio paso a una relación de pareja que duró poco más de un año, hasta que yo me asusté y salí de ella a toda mecha y de muy malas maneras, algo de lo que me arrepentí durante mucho tiempo, hasta que le pedí perdón, años más tarde.
Pero lo importante de esta historia es la parte relacionada con la escritura, mi gran pasión. No fue casual que este hombre y yo nos encontráramos, nada en esta vida es casual. Y es que él era doble de mi padre, había nacido un 27 de diciembre y mi padre un 20 de diciembre. El resto de mis parejas nacieron todas entre el 22 y el 28 de febrero, en resonancia con la memoria familiar de mi madre. Y al igual que mi padre, este chico aparte de adorar escribir (había escrito un libro que jamás supe si había llegado a publicar) adoraba leer. Gracias a él descubrí a Gala, a Jung, a Herman Hesse y a muchos más que, debo reconocer, por aquel entonces, no resonaban en mi como lo hacen ahora. Pero la memoria ahí estaba latente. Siendo honesta conmigo misma debo reconocer que, de todas las relaciones que tuve, este fue el único hombre de quien me enamoré perdidamente.
Aunque ahora entiendo esa atracción con una conciencia completamente distinta: yo buscaba, claramente, a mi padre. Un complejo de Edipo en toda regla. Él tenía todo lo que yo buscaba, inconscientemente, en mi progenitor: siempre me animaba, me consolaba cuando lo necesitaba, me alentaba a perseguir mis sueños, tenía una mente abierta, se había superado a sí mismo, tenía una voz cautivadora, los mismos intereses que yo y, aún así, le aparté de mi lado, acusándole de ser un mentiroso.
¿Y cuál había sido la gran mentira? Él había suspendido el acceso a la universidad. En vez de contarles lo ocurrido a sus padres, temiéndose lo peor, les mintió diciéndoles que había entrado en la Facultad de Historia. Durante cinco largos años salió de casa todos los días fingiendo que iba a estudiar y, al cabo de ese tiempo, incluso les dijo que se había sacado el título.
La realidad fue que, en medio de esa mentira, él había aprovechado para aprobar el acceso para mayores de 25 años y había entrado en la facultad de Periodismo, carrera que estaba a punto de terminar, y que pensaba contarles la verdad a sus padres cuando obtuviera, esta vez si, su titulo oficial.
Así que, en realidad, yo le aparté de mi lado porque me dolía reconocer que él había tenido el valor de perseguir su verdadero sueño y de enmendar sus errores, a sus casi 30 años, mientras yo seguía atrapada en una carrera que ni siquiera me gustaba.
Pero, en aquel entonces, yo no supe verlo. En aquel entonces yo estaba atrapada en la historia familiar, aquella que decía que los talentos naturales no daban de comer…
Veintitrés años más tarde, por fin puedo elegir, con una conciencia diferente, cultivar lo que se me da bien, uno de mis talentos naturales: la escritura, dejando atrás el drama familiar y liberando a mis hijos de la repetición.

«La persona nacida con un talento que debe usar, encontrará su mayor felicidad al usarlo»
Goethe