De niña siempre fuí buena estudiante. Recuerdo a mis padres hablando orgullosos de mis notas, para desgracia de mi primo, con quien siempre me comparaban.
Mi madre contaba que ella de pequeña deseaba ir al colegio pero que casi nunca podía hacerlo. Vivía en una humilde casa de piedra de la Galicia rural de posguerra. Eran tiempos difíciles y todos tenían que ayudar, incluso los más pequeños.
Ir a trabajar al campo, sembrando o recogiendo las cosechas, echar una mano con los animales, llevando a pastar las vacas o limpiando las cuadras, o, sencillamente, cooperar con las labores de una casa en la que, a pesar de ser diminuta, vivían 9 personas y varios animales, eran tareas diarias para una niña de apenas 8 años.
Así que miraba con cierta envidia a sus vecinos cuando se dirigían al colegio mientras ella se encaminaba a la leira siguiendo los pasos de su madre, quien hacía malabares, llevando a dos de sus hermanas más pequeñas en ambos brazos y una gran cesta de mimbre en la cabeza para recoger los frutos que la tierra les ofrecía para su subsistencia.
Nunca le gustó trabajar en el campo. Detrás de aquel rechazo probablemente estuviera el enfado por tener que cambiar una tarde de juegos en la calle por una tarea más propia de adultos. Años más tarde, cuando tuvimos en casa nuestro propio huerto, fué mi padre quien se ocupó de él. Mi madre prefería dedicar algunas tardes de domingo a cuidar los parterres de flores que ella misma había sembrado. Las rosas y los gladiolos ocultaban con su belleza viejos traumas de infancia.
Mi abuelo era consciente de ese rechazo. Mi madre se había vuelto una niña enfermiza y débil, buscando, inconscientemente, un escape a las tareas del campo. Así que un buen día él invirtió unos pocos ahorros que tenía en una máquina de coser y, con poco más de 10 años, mi madre empezó a recorrer las casas de los vecinos más adinerados con su Singer a cuestas.
Aquella tarea tampoco resultó nada fácil. Tenía que cargar con una pesada máquina a sus espaldas, caminar a veces durante horas, yendo y viniendo por caminos de tierra embarrados, lloviendo, pasando frío en invierno, con los pies mojados todo el día porque no tenía calcetines para cambiarse, y sin comer muchos días para terminar antes su trabajo y poder volver pronto a casa.
A pesar de todas esas penurias, demostró tener dotes para la costura y se convirtió en una modista excelente. Sin embargo, dentro de ella sentía que le faltaba el paso por la escuela y siempre arrastró esa ausencia de formación académica, permitiendo que la limitara para llegar mucho más alto.
Su orgullo por mis resultados académicos eran un reflejo de lo que a ella le hubiera gustado conseguir.
Mi padre tampoco tuvo acceso a los estudios. Sin embargo él era diferente. Era más autodidacta. Aprendió por su cuenta a tocar el clarinete y formó parte de la banda del pueblo durante sus años de adolescencia. A principios de los años 60 descubrió la enseñanza a distancia. Aprovechó para aprender alemán y tomar clases de dibujo. Compraba libros y los leía antes de acostarse y, en muchos aspectos, tenía ideas que iban por delante de su tiempo.
Sin embargo, a pesar de sus dotes para la música, nunca explotó su talento como artista. Pronto abandonó su pasión a cambio de un empleo seguro. Con el tiempo se convertiría en un ebanista extraordinario aunque, al igual que mi madre, sus limitaciones pudieron con él y dejó sin explotar al máximo sus habilidades con la madera.
Y yo, a pesar de haber pasado por las instituciones tan ansiadas por mis padres, volví a repetir la historia. Por escuchar y hacer caso a las opiniones de los «entendidos», que año tras año, lejos de motivarme y resaltar mis cualidades, se afanaban en echar por tierra todos mis esfuerzos, dejé de lado mis talentos naturales.
Recuerdo haber hecho un trabajo para la clase de ciencias cuando tenía 12 años. Era un circuito eléctrico. Había cogido un tablón del taller de mi padre, lo había serrado y había dibujado en un lado las banderas de varios países y al otro sus nombres.
Por la parte de atrás iban los cables que conectaban cada bandera con su nombre, una pila y el soporte de una bombilla que sobresalía por la parte delantera. Aquel entresijo de cables quedaba oculto en un armazón que había diseñado para ello. Por delante sobresalían unas pequeñas pinzas que accionaban una diminuta bombilla al dar con la solución correcta.
Me había afanado durante días en aquel proyecto. Era una perfeccionista y había puesto mi empeño en que todo estuviera impecable. Pero todo mi esfuerzo resultó ser objeto de duda. Mi profesora me tachó de mentirosa delante de toda la clase, diciendo que aquel trabajo no era obra mía sino de alguno de mis padres. Mi decepción fue tal que ni siquiera me atreví a contar en casa lo que me había ocurrido. Y me lo guardé para mí.
Al año siguiente la historia se repitió. Tenía que hacer un grabado de un dibujo en un espejo y, nuevamente, mis capacidades fueron puestas en duda, aquel cisne no podía ser obra mía.
El curso posterior me tocó dibujar los planos de una casa para la clase de diseño. Recuerdo el tacto del papel vegetal, la tinta de los Rotring de color negro y cómo esta se corría si no tenías cuidado con las reglas. Repetí los diseños hasta que estuvieron perfectos. Y nuevamente resultó que aquello no podía haberlo hecho yo. Recuerdo los «fallos» resaltados con rotulador rojo sobre mis bocetos. Nuestra profesora, arquitecta frustrada sin ningún interés por la docencia, no acertaba a comprender qué era aquello que yo había dibujado (un amplio ventanal de cristal y una barandilla exterior). Aquel día me cerré las puertas a estudiar arquitectura.
Ese mismo año le tocó el turno al inglés, idioma que me encantaba, pero que, según el criterio de la profesora que impartía la asignatura, se me daba bastante mal, a raíz de los suspensos que me regaló a lo largo de todo el curso. Hoy, con la perspectiva del tiempo, puedo imaginar que estaba completamente desmotivada y transmitía su desgana a todas sus alumnas.
Y, como no hay dos sin tres, también les tocó a las matemáticas. Una tarde de primavera, mientras el profesor explicaba el tema de estadística relativo a las combinaciones, variaciones y permutaciones, levanté la mano:
– Don Juan, no he entendido lo que acaba de explicar, ¿me lo podría repetir, por favor?
fué mi pregunta.
A lo que él me respondió, con tono despectivo y mirada desganada:
– esto… no tiene nada que entender
y se limitó a continuar la clase obviando mis dudas por completo.
Aquella tarde dentro de mí se instauró una creencia: «si no entiendo esto es que debo de ser negada para las matemáticas» así que empecé a suspenderlas.
Ese verano me quedaron para septiembre. No aprobé ni una sola evaluación en segundo y las arrastré para tercero. En un intento de huída escogí letras puras, lo cual fué incluso peor, porque odiaba el latín y el griego. Ese año fué un completo desastre y estuve a punto de repetir curso.
Aquella niña de notables y sobresalientes se había esfumado por completo.
Tras la hecatombe con las lenguas muertas, el último año de instituto opté por las ciencias mixtas y terminé entrando en una carrera… ¡repleta de números!.
A pesar de ello, mi pavor por las cifras me acompañó durante todos los años de universidad. Dejé de asistir a las clases de matemáticas el primer año y presentaba mi renuncia una y otra vez a los exámenes para que no me corrieran las convocatorias.
Aunque intentaba escaparme era un callejón sin salida. El último año tenía pendientes 7 asignaturas de Matemáticas, Estadística, Econometría, Contabilidad e Inversiones. Las combinaciones, variaciones y permutaciones todavía me perseguían, diez años después. O me enfrentaba a ellas o no me licenciaba.
Para mi sorpresa resultó que, cuando encaré de frente mis miedos, era más buena de lo que había creído. Aprobé todas las asignaturas que durante años había estado evitando, ¡a la primera!.
Ahora, con la perspectiva en mente, pienso ¿qué diferente habría sido la historia si alguien hubiese mirado a aquellos niños y, lejos de desanimarlos, les hubiera alentado a seguir con su música, les hubiera puesto un peine en las manos en vez de una pesada máquina de coser o les hubiera resuelto aquella duda matemática?
En su buen hacer, los profesores lanzan evaluaciones al viento intentando motivarte para que te superes. Pero no se dan cuenta de que, la mayoría de las veces, lo que hacen es sembrar la duda sobre las capacidades innatas que todos tenemos en nuestro interior. Una sencilla frase y la autoestima puede irse al traste durante años.
¿Somos realmente conscientes del poder de las palabras, esas que nos hacen creer que somos patitos feos cuando, en realidad, TODOS somos cisnes?
«Aprendió a volar
y no se arrepintió del precio que había pagado»
Juan Salvador Gaviota