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Confesando pecados

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Entró en el aula y se sentó. Mientras esperaba a la profesora fijó su mirada en el crucifijo que había sobre la pizarra verde.

Toda una década bajo la mirada inquisidora de la religión. Año tras año cambiaba de clase pero en todas había una pieza de imaginería sobre el encerado. Una virgen llorando, un Cristo crucificado con sangre en sus extremidades, un niño Jesús de semblante triste. Y una serie de mensajes implícitos en todas ellas: el sacrificio, el juicio, el castigo, el bien y el mal.

Recordó que era miércoles, y que, como todos los miércoles, perdería el recreo para ir a confesar sus pecados y asistir a misa. ¿Qué iba a contarle al cura esa semana?, ¿que el lunes le había sisado a su madre 25 pesetas de la cartera para comprase una barra de pan en el recreo?. Sí. Era culpable de querer sentirse como el resto de sus compañeras. Era culpable de no querer ser la única sin una moneda para matar el gusanillo de media mañana?.

Definitivamente no. Decidió guardarse para sí misma su condición de ladrona. Optó por confesar que había contado alguna que otra mentirijilla para acallar su conciencia. La penitencia por aquel pecado sería más leve. No tenía ganas de rezar una decena de Padrenuestros ni de escuchar el sermón por su falta de honradez.

De camino a la capilla escuchó unas risitas provenientes de los baños. La curiosidad pudo con ella y entró a cotillear. Vió a dos de sus compañeras que se llevaban el dedo índice a la boca pidiéndole que no las descubrieran mientras se escondían en uno de los cubículos y cerraban la puerta. Sintió envidia. Quería ser una de ellas. Quería tener el valor de saltarse aquel coñazo de sermón que sabía que iba a escuchar, cargado de mensajes que empezaban a rechinarle aún sin ser consciente de ello.

No se atrevió. Bajó la cabeza y retomó su camino hacia el oscuro pasillo que llevaba a la sala que hacía de capilla. Se sentó en el último banco. No se ofrecía voluntaria para las lecturas, ni para hacer peticiones u ofrendas. Pensaba que, si alzaba la voz, las imágenes se burlarían de sus oraciones. Así que prefería quedarse al margen y dejar que las internas, que, a su juicio eran las que tenían más «fé», impuesta por las horas que pasaban en compañía de las monjas, se disputaran las cinco peticiones semanales.

Se acomodó junto a sus compañeras más rezagadas y fijó la vista en el sagrario. Bajo la vestimenta litúrgica de color verde, el sacerdote escondía la llave del tabernáculo. Abrió la puerta dorada para sacar el cáliz y el copón, y extrajo de este último una hostia para colocarla en la custodia para su posterior consagración.

Siguió con la vista todo el ritual que acompañaba a la colocación de las vinajeras, el lavabo, la patena, el purificador… sobre la mesa del altar. Mientras observaba el ceremonial le vino a la memoria una pregunta que aquel verano, una prima suya que vivía en Alemania, le había hecho un domingo mientras escuchaban la misa de su pueblo: ¿te sabes todo lo que dice el cura de memoria?.

Recordó lo absurdo que le había resultado aquel interrogante. ¡Por supuesto que se lo sabía!, ¡desde hacía años! pero… ¿cómo una niña de apenas 13 años podía querer aprenderse todo el ritual de principio a fin en vez de una canción de los Pet Shop Boys?. Se había hecho la loca. Ya tenía suficiente con escucharla dos veces a la semana a la fuerza como para pasarse un mes del verano enseñándole a su prima toda la liturgia.

Rememoró también que, para hacer más llevadera la media hora del domingo, le había buscado un parecido más que dudoso al monaguillo de su pueblo con Tom Cruise. Una tediosa mañana había arrastrado con ella a su mejor amiga, y, mientras ambas lo observaban arrodillado y haciendo sonar la campanilla, mientras el cura izaba el ostensorio, su amiga le preguntó en voz baja si había otro sacristán.

Ciertamente, no tenía ni el más mínimo parecido con Cruise, pero lejos de sentirse decepcionada porque su amiga no le encontrara ningún aire con la estrella de Top Gun, continuó imaginando que el vecino de sus abuelos tenía un aire hollywoodiense.

Se había buscado en su imaginación la excusa perfecta para dejar la resignación en la puerta de la iglesia. Puede que su estuviese de cuerpo presente dentro de la pequeña capilla, pero, en su interior, su recién estrenada adolescencia la hacía pecar de pensamiento, palabra (para sus adentros), obra (en su mente) y omisión (de detalles).

Si su colegio hubiera sido mixto todo habría sido más fácil. Pero como no lo era, aquella mañana de miércoles volvió a echar mano, una vez más, de su fantasía. Cerró los ojos como si estuviese recitando mentalmente su mejor plegaria y se imaginó a un muchacho que veía todos los días a la salida. Siempre estaba en el mismo lugar: apoyado en un gran roble centenario a las puertas del colegio. Aquel chico con aire rebelde siempre le regalaba su mejor sonrisa cuando pasaba por delante de él.

Una silenciosa sonrisa se dibujó en su cara mientras se lo imaginaba haciendo de monaguillo y colocando el misal abierto sobre el atril de madera. Sin ninguna duda, el sacerdote habría desaprobado la indumentaria de aquel chaval.

Enfundado en cuero negro de pies a cabeza, habría sido toda una provocación para las aspirantes a novicias. Aquel adolescente, a quien sus compañeras habían apodado «chapitas», porque llevaba la solapa de su chaqueta llena de ellas, le recordaba a John Travolta en su más puro estilo Grease.

Y ella era Sandy, con su uniforme azul y su recato de convento. Pero algo en su interior le decía que la real no era la chica de faldas largas y rebecas de punto, sino la que, vestida de negro, cantaba al final de la película: «You’re the one that I want» – «Tú eres lo que quiero… SER«.

«Sandy, you must start a new

Sandy, debes empezar de nuevo

Don’t you know what you must do?

¿No sabes qué debes hacer?

Hold your head high

Mantén la cabeza en alto

Take a deep breath and sigh

Respira hondo y suspira»

Goodbye to Sandra Dee – Adiós a Sandra Dee

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