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De perros y gatos

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Si hubieras conocido a mi perra hace 5 años habrías pensado que era imposible que ahora compartiera jardín con 4 gatos y que durmiera la siesta pegada a ellos.

Como muchos canes, Kjenndal, que así se llama nuestra perrilla, sentía un odio exacerbado hacia los felinos. Y aprovechaba la más mínima oportunidad para salir corriendo detrás de algún gato, asustarle y ladrarle con fiereza.

Yo siempre he sido más de gatos que de perros. Desde niña sentí una especial conexión con los felinos. De pequeña, en la aldea, me pasaba las tardes intentando pillar alguno de los que rondaban la casa de mis abuelos.

Aquello era una tarea imposible, pues no estaban domesticados y eran demasiado desconfiados como para dejarse acariciar. Recuerdo a mi tío repitiéndome una y otra vez «no se dejan coger, no pierdas el tiempo».

La única finalidad de tener gatos era para proteger la casa y las cosechas de los ratones. No había ni mimos ni cariño para ellos, y cuando intentaban entrar en la vivienda lo único que recibían era una patada y un grito de «¡saca de ahí!».

Pero, a pesar de ello, yo no perdía la esperanza de robarles un segundo de su atención e insistía en mi cometido, haciendo caso omiso de las palabras de mi tío. Y en más de una ocasión tuve éxito, ante el asombro de su mirada, que no comprendía cómo yo podía ganarme su confianza, aunque fuese tan sólo por unos instantes, y a él nunca se le acercaban.

¿Quién se arrimaría a alguien que le asesta un puntapié?. Si fueras un gato, ¿elegirías caricias o una coz a traición?. ¡Qué dilema tan difícil de comprender para algunos!

Pero dejemos por un momento los gatos y retomemos los perros.

Kjenndal siempre ha sido bastante gruñona, como su dueña. O sea, yo. Siendo honesta conmigo misma, me veo reflejada en ella en este aspecto y me recuerda, cada día, que tengo que dejar de protestar tanto. Los animales son una reverberación de sus dueños. Siempre he creido que ese dicho que reza «de tal perro tal dueño» era cierto,  y, con el tiempo, he constatado su veracidad.

Ahora, mientras escribo, me observa desde el porche, con sus orejas levantadas y sus ojos abiertos. Tengo la certeza de que sabe que estoy hablando de ella.

El caso es que un buen día, una amiga mía me comentó que una vecina suya estaba buscando casa para una gatita que les había nacido aquella primavera. Ya tenían dos hembras y no querían otra más.

Mis niños llevaban tiempo diciendo que querían tener un gatito y yo también echaba de menos volver a tener uno. Aún recordaba con nostalgia a mi atigrado gato «Lucky». Aquella bolita de color naranja había sido mi fiel compañero hacía casi 20 años y desde entonces no había vuelto a tener otro felino.

Pero… ¿qué hacer con Kjenndal?, ¡aborrecía los gatos!. ¿Se abalanzaría sobre el minino nada más verlo?, ¿se lo llevaría por delante?. No podía evitar imaginar una escena rocambolesca: mi perra mordiendo al animalillo y lanzándolo por los aires para sacárselo de encima.

Decidí que eran mis miedos los que hablaban por mí. Y que aquello no tenía porqué ocurrir. Así que nos dirigimos a casa de nuestra amiga decididos a adoptar aquella gatita.

El animalillo jugaba tranquilamente trepando por las ramas de un viejo manzano cuando llegamos. El niño que vivía allí nos explicó, con cierta tristeza por la pérdida, que se llamaba «Pirata». Tenía una mancha negra que tapaba su ojo izquierdo como si se tratase de un parche. No quería que se la llevaran, era su favorita.

Lamentablemente su madre había decidido ya la suerte de aquella bolita blanca y negra. Le prometimos que cuidaríamos muy bien de ella y su tristeza dió paso a la resignación. Colocamos al felino en una cajita con una manta y nos dirigimos a casa. Por el camino mis hijos dijeron que la gatita era muy bonita y pensaron que serían mejor llamarla «Linda». Y ese fue su nuevo nombre.

Al llegar a casa Kjenndal nos estaba esperando, como siempre. Nada más abrir la puerta del coche empezó a olisquear y a ladrar. Había algo diferente dentro del vehículo y ella lo sabía.

Nos bajamos y, con cuidado, saqué al asustado gatito de la caja para hacer las presentaciones. El animalillo temblaba y maullaba llamando a su madre. Estaba desorientado y clavaba las uñas en mi ropa intentado escaparse y volver a su entorno de seguridad.

Le acaricié con cuidado y los niños se unieron regalándole más muestras de afecto, ante la atenta mirada de Kjenndal, que seguía gruñendo mientras esperaba a ver qué era aquello que yo guardaba con tanto celo en mi regazo.

Cuando el animal se tranquilizó un poco llamé a la perra. Me agaché hasta quedar a su altura, con Linda en mi regazo. Ella se acercó, dubitativa, expectante, ansiosa. Olisqueó al nuevo miembro de la familia mientras el felino erizaba los pelos en señal de alerta y clavaba todavía más sus uñas en mi ropa demostrándome el miedo que tenía.

Yo podía sentir los deseos de Kjenndal por echar al animalillo de su territorio. Sus ojos marrones brillaban encendidos por la rabia y sus dientes, blancos y afilados, asomaban levemente con una expresión de enojo. Ella no quería a nadie más rondando su jardín, y, mucho menos, ¡un gato!.

A partir de entonces comenzó un período de adaptación que duró varias semanas. Un viejo alpendre se convirtió en el nuevo hogar de la gatita. No podía arriesgarme a dejarla suelta siendo tan pequeña con Kjenndal al acecho. Así que compramos un collar y un pequeño arnés de color rosa.

Día tras día los niños la sacaban a pasear por el jardín varias veces y yo vigilaba atenta a Kjenndal desde la distancia. Ella gruñía e intentaba acercarse para asustarla pero yo le reñía y le insistía con un «NO» rotundo. Ella me miraba con cara de «¿cómo que nó?, ¡es un gato!, ¡quiero echarlo de aquí!, ¡esta es mi casa, es mi jardín!», a lo que yo le repetía con tono firme «Kjenndal NO! y luego cogía a Linda con cuidado y se la acercaba para que la olisqueara y se familiarizara con ella.

Con el tiempo se acostumbraron una a la otra. Cuatro semanas fueron más que suficientes para que Kjenndal se rindiera ante la evidencia de que había un nuevo miembro más en la familia y que tendría que compartir con el felino los mimos que recibía de sus dueños.

Al final, el meollo de toda la cuestión era la pérdida de atención que implicaba para ella aquel gatito. Los animales son tremendamente intuitivos y ella sabía de las preferencias de sus dueños por los felinos y lo que aquello significaba.

Comprendió que no le quedaba otra alternativa que aceptarlo. Y, aunque durante algunas semanas más aprovechó los momentos en que nadie la observaba para gruñirle al minino y correr detrás de él intentando asustarlo, Linda se había hecho fuerte y había descubierto cuál era su lugar.

Ella estaba encantada con su nuevo hogar y no estaba dispuesta a marcharse de allí. Así que, con un ágil salto, se subía a alguno de los árboles que había por el jardín y, desde lo alto, miraba al perro con indiferencia, esperando a que se cansara de ladrarle para poder seguir con su rutina felina.

Hoy, cinco años después, nadie diría que durante un tiempo hubo entre ellas tanta rivalidad. Linda pasea tranquila a su lado e incluso osa robar la comida del plato de Kjenndal cuando ésta no la ve. Y lo mismo hace ella. Cuando piensa que nadie la observa se acerca sigilosa al alpendre para vengarse por las osadía del felino.

Y cuando ambos añoran una caricia, y no hay nadie para dársela, se acercan una a la otra, rozan sus espaldas y se chocan las cabezas en señal de afecto. Desde luego no todo es de color de rosa. Y cuando hay sobras de por medio todos quieren llevarse el mejor trozo de carne o la raspa de pescado más grande. Pero, ¿quién no soltaría un zarpazo o daría un ladrido si un jugoso bocado de pollo estuviera en juego?.

Hace no mucho alguien me dijo que quería tener un gato pero que tenía un perro que, al igual que Kjenndal, los odiaba tremendamente. Con una sonrisa le dije a esta buena mujer que a mi me había pasado lo mismo y que se podía conseguir que ambos se llevaran bien.

Pero para conseguir «cualquier cosa en la vida» se necesita práctica y paciencia. Yo tenía claro que era así cuando decidí traer a Linda a nuestro hogar. Sabía que no iba a ser fácil pero el pequeño esfuerzo bien merecía la pena. Mi objetivo era volver a tener un gato y ahora me las tenía que lidiar con un perra que no me lo iba a poner fácil.

Partí de la idea de que era posible. Me dije a mí misma que lo único que hacía falta era un poco de práctica y perserverancia. Y trabajé sobre ello. El resultado salta a la vista. Y sólo necesité cuatro semanas para conseguirlo.

Pero lo cierto es que la mayoría de las veces queremos las cosas de forma fácil. No estamos dispuestos a invertir tiempo para alcanzar nuestros objetivos, por mínimos que sean. Y preferimos buscar excusas para justificar nuestra falta de paciencia.

Esta buena mujer fué lo que hizo. Cuando escuchó mis palabras empezó a echar pestes de su perro y a ponerlo como pretexto para no tener el gato que tanto decía desear. Yo me limité a escucharla con una sonrisa. Me di cuenta de que tan sólo estaba interesada en la idea de tener un gato, pero no estaba en absoluto comprometida en conseguir hacerlo realidad.

«Tanto si crees que puedes,
como si crees que no,
en ambos casos tienes razón»

Henry Ford

 

 

 

 

 

 

 

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