Había una vez una gata llamada Linda que vivía en una casa de campo. Como cada primavera, tuvo una camada de lindos gatitos. Nacieron dos machos y una hembra, a quienes los niños que vivían en la casa les pusieron los nombres de Noche, Nieve y Delia.
Aunque elegidos en apenas unos instantes, los nombres tenían su razón de ser. Noche era oscuro como la penumbra, con reflejos de la luna llena en su barriga y en la punta de sus patitas. El pelaje de Nieve era blanco, tiznado con pequeñas sombras de color gris, como si las cenizas de la chimenea hubieran caído sobre su manto albino. Y Delia era, como su nombre: diferente. Era una gatita tricolor, con manchas esparcidas por todo su cuerpo sin ninguna lógica, lo que la hacía todavía más especial.
Los niños de la casa aprendieron con ella una rareza de la genética animal: que los gatos de tres colores siempre son hembras. Desde entonces cuando veían por la calle algún felino multicolor afinaban la vista para ver cuántos colores tenía su pelaje y hacían partícipe de su descubrimiento a todo aquel que, en ese momento, estuviese a su alrededor.
Pero ocurrió que, como buenos gatos, la curiosidad podía más que la comodidad de tener un plato de comida siempre lleno. Y un buen día, Noche, Nieve y Delia, desaparecieron. Los niños se entristecieron y le pidieron a su madre si podían salir a buscarlos por la urbanización donde vivían. Hicieron carteles, los pegaron en las farolas, en los contenedores y los entregaron a los vecinos que paseaban por la calle, con la esperanza de recuperarlos. Uno de ellos les comentó que los había visto merodeando por unos cubos de basura calle abajo. Pero, por mucho que buscaron alrededor de ellos, los mininos no aparecieron.
Pasaron los días y una mañana la suerte llamó a su puerta. Era la vecina de al lado. Les dijo que los gatitos estaban en el sótano de una casa en el extremo opuesto de la urbanización. La intriga por saber cómo habían llegado allí se difuminó rápidamente dando paso a la alegría. Pero esta fue efímera. Allí sólo estaban Noche y Nieve. De Delia no había ni rastro.
Y es que en aquella casa vivían tres niños y cada gatito tenía su propio dueño. Noche era un gato intrépido, audaz, avispado y despierto, como el niño mediano. Nieve era un remolón, prefería tumbarse al sol a corretear por el jardín con sus hermanos, como el mayor. Y Delia sólo quería mimos y cariño, como la pequeña de la casa.
Así que resulta fácil imaginar quien se entristeció al descubrir que su gatita seguía perdida. El desconsuelo provocó una nueva batida en busca del animal. Lamentablemente no dió ningún fruto. Y, un día tras otro, las lágrimas brotaban a diario de los ojos de aquella niña que echaba de menos a su bolita de pelo multicolor.
Un día vió un peluche de un gatito con manchas en el escaparate de una tienda. Rápidamente le pidió a su madre que se lo comprara y ella no pudo decir que no a la mirada de sus ojos color miel. Lo llamó Delia y la pasión que tenía por coleccionar peluches de buhos pasó aquel mismo día al olvido.
La Delia de trapo empezó a ocupar todos sus juegos y la familia de gatos de felpa comenzó a crecer con aquel primer gato de pelusa. Pero ella echaba de menos al animal de carne y hueso. El de tela no ronroneaba ni corría detrás de ella cuando llevaba un cordón en la mano.
Cuando se enfadaba por cualquier cosa terminaba soltando una lágrima recordándola al tiempo que le decía “mami, echo mucho de menos a Delia”. Luego le preguntaba si creía que seguiría viva. Fantaseaba con la idea de que alguien la había encontrado y que correteaba feliz por el jardín de algún vecino en busca de algún ratón. Y la conversación siempre terminaba con un “¿y si algún día vuelve?”, a lo que la madre le contestaba que siempre habría un plato de leche para ella.
Una tarde la familia fue de visita a casa de Belinda, una amiga de su madre. En aquella casa vivía una gata blanca y coqueta, de pelo largo y sedoso, llamadaPerla. Había sido madre hacía poco. Al contrario que Linda ella había dado a luz dos hembras y un macho. Y cuando la niña vió aquellas bolitas de pelo le preguntó a su mamá si podrían llevarse a casa a una de las gatitas. Sus ojos se fijaron en una que también era tricolor.
Aquel día, en el camino de vuelta a casa, hablaron sobre la posibilidad de adoptarla. A la niña le preocupaba que, si un día aparecía Delia, su madre no la quisiera acoger en casa, porque, de vez en cuando le escuchaba decir que ya tenían demasiados animales, sobre todo, gatos.
Un par de semanas después Belinda llamó a su madre. Estaba triste. Perla rechazaba a su prole. Estas cosas ocurren a veces cuando las gatas tienen camadas muy seguidas, y esa era la segunda en lo que iba de año. Como los retoños hacía varios días que ya comían solos, su madre le dijo que adoptaría con gusto a la bolita atigrada de la mancha marrón en la espalda.
Una idea descabellada rondaba por su cabeza desde hacía tiempo. Pensaba que, de algún modo, cada uno de los gatos que vivían en aquella casa representaba a uno de los miembros de la familia. Y el hecho de que fuese el gato de su hija el que hubiera desaparecido no le hacía ninguna gracia. A veces se le pasaba por la mente la idea de que su niña podría emular el mismo destino que el felino y le daba un vuelco el corazón.
Así que, para desterrar ese sentimiento, accedió, sin que sus hijos tuvieran que insistir bastante, a traerse para casa a la hija de Perla. Pensó que así liberaría sus temores. Y una mañana, mientras los niños estaban en el colegio, fue a casa de su amiga a recoger al nuevo miembro de la familia.
Pero resulta que, en ocasiones, son los animales los que escogen a sus dueños y no a la inversa. Ella, en su inconsciente, deseaba un macho. Ya tenía una hembra y otra gata significaba más gatitos a quienes tener que buscarles hogar. Y aunque siempre encontraba gente dispuesta a adoptarlos, sentía ciertas resistencias hacia aquella hembra.
Sea como fuere, las vibraciones que emitía las captaron los hijos de Perla a la primera. El único macho de la camada empezó a enganchar las uñas en su pantalón cuando se disponía a meter en la cesta a su hermana. Lo separó con cuidado pero el felino la miró e insistió en su tarea. Se le subió por la pierna hasta que ella lo cogió en el colo. Aquella bolita gris de ojos azules se acurrucó en su regazo y su amiga sentenció: “se quiere ir contigo”.
Y ese dictamen no obtuvo réplica por su parte. Ese día se subieron al coche una gatita y un gatito, a quienes los niños bautizaron con el nombre de Luna y Tigre. Luna jamás pudo ocupar el lugar de Delia. A pesar de que se afanaba en ser cariñosa, la sombra de su antecesora pesaba demasiado. Un yaciente gatuno, como dirían en términos de transgeneracional. Sin embargo quien sí encontró su hogar fue Tigre. Aquel día se convirtió en el gato de mamá.
«No pienso en toda la desgracia,
sino en toda la belleza que aún permanece»
Anna Frank