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El poder de la mente

Corría el mes de octubre de 2012. Llevaba varios meses entrando y saliendo de urgencias, cada vez con más frecuencia. Al principio había transcurrido bastante tiempo entre el primer cólico y el segundo. Tanto que aquella primera vez ni siquiera le dió importancia. Luego se fueron espaciando cada vez menos. Tres meses. Un mes. Quince días. Una semana. Cuatro días…

Sabía qué era lo que le ocurría. Cuál era el diagnóstico que le iban a dar si ponía un pie en el hospital. Sabía que una vez entrara en aquel macro complejo tenía pocas probabilidades de salir sin varios puntos de sutura. Llevaba tiempo indagando sobre la causa emocional del colapso de su vesícula.

Como podía, más bien que mal, iba capeando el temporal acercándose al centro de salud de su zona. Pero los médicos de guardia tenían su historial demasiado a mano. Y no hacían más que repetirle que no podía seguir yendo allí. Que aquello era «pan para hoy y hambre para mañana». Eran simples parches.

Se tumbaba en la camilla, le inyectaban un calmante de dosis elevada, esperaban a que le hiciera efecto y volvía para casa, conduciendo sola, de madrugada, encogida sobre el volante a 20 kms por hora, para ejercer de madre y esposa, hasta el siguiente ataque. Pero su vesícula estaba colapsada. Demasiadas piedras.

Semanas atrás había dado con el tratamiento de Andreas Moritz y lo había probado. Desde luego que había sido altamente efectivo. Cuando rescató las piedrecitas empezó a contarlas. Dejó de hacerlo cuando llegó a la número cincuenta. Había de todos los tamaños y tonalidades, desde el amarillo ocre al verde alga. La más grande pasaba de los 3 cms. No era de extrañar que los cólicos fuesen cada vez más seguidos. Le resultó increíble pensar todo lo que generaba el interior de nuestro organismo. ¿O era la mente quien lo hacía?

Y llegó el fatídico día que tanto había temido. La profecía autocumplida. No aguantó más. El dolor era insoportable. Esa noche, en vez de recorrer los escasos 4 kms que la separaban de su centro de salud, su coche se encaminó hacia las afueras de la ciudad. Al hospital en el que tantas veces había esperado en la sala de urgencias por el diagnóstico del cáncer de su padre. Aquella memoria todavía latía en su mente cuando puso un pie en aquel coloso con olor a antiséptico.

Era la primera vez que entraba allí como paciente. Su salud era bastante buena. O quizás las memorias tanto de su madre como de su padre entrando y saliendo de él habían hecho que se fortaleciera para no tener que pasar por lo mismo. Ahora era ella la que estaba dentro. ¡Qué distinto se veía todo, sentada en una silla, compartiendo un box con otras diez personas!.

Analíticas, pruebas, paseos en sillas de ruedas a plantas enterradas bajo tierra para someterse a radiación, sólo para comprobar lo que ella ya sabía. Su vesícula… a punto de reventar. Se tenía que quedar ingresada. Había que reducir la inflamación y luego… operar. Extirpar. Eliminar ese apéndice que parecía que no funcionaba bien.

Quizás lo que necesitaba era un tiempo de soledad. Para reflexionar. Para encontrarse consigo misma. Y ciertamente lo tuvo. Las visitas estaban limitadas a un par de horas al día. Su marido se acercaba con sus hijos un rato. Las miradas de desaprobación por dejar entrar tres niños pequeños en un hospital no pasaban desapercibidas.

Su niña tenía dos años recién cumplidos y aún lactaba y echaba de menos a su mamá. Y ella también a su pequeña. Cuando el médico insinuó que la cama de un hospital no era un lugar apropiado para que amamantara a su hija casi lo fulminó con la mirada. No necesitó ni una sola palabra para transmitirle lo que pensaba de aquel comentario. Y él, por supuesto, no volvió a sugerir lo inapropiado que consideraba su comportamiento.

Salvo aquel tiempo de visita al día, el resto de la jornada estaba a solas. Tras las visitas de turno de enfermeras, médico, celadores y demás, tenía todo el día para ella. Y ciertamente que le cundió.

Recordó que no hacía mucho había leído un libro de Louise Hay titulado «Usted puede sanar su vida». Recordó que hablaba sobre que las pautas mentales crean las enfermedades e igual que se enferma se puede sanar practicando afirmaciones y visualizaciones del estado que se desea alcanzar.

Y decidió ponerlo en práctica. No tenía nada que perder y mucho que ganar. No quería pasar por el quirófano una tercera vez. Dos cesáreas habían sido más que suficientes. A la tercera no iba a ser la vencida.

Así que, aquella noche, buscó en su móvil aquel audio en el que Louise hacía una especie de meditación guiada para dejar ir todos los miedos. Mientras escuchaba su voz se trasladó a su playa favorita. Delante de ella el inmenso mar. En frente, un montón de globos. Ató sus miedos, su dolor y su enfermedad a los globos. Y dejó que se elevaran hacia el cielo y que el viento los llevara lejos de ella, lentamente. Vió como cada vez la imagen se iba haciendo más y más pequeña, hasta desparecer entre las nubes. Mientras, escuchaba el vaiven de las olas, el graznido de las gaviotas, sentía la brisa del mar acariciando su rostro y el aroma del mar con cada respiración.

Repitió esa visualización varias veces al día. Su viejo móvil se recalentaba con tanto uso y la batería estaba constantemente bajo mínimos. Cuando le confirmaron que tendría que someterse a una resonancia magnética sintió un sudor frío subir por todo su cuerpo.

Nunca le habían gustado los espacios cerrados. Y aunque no tenía claustrofobia, la simple idea de meterse en aquella máquina le hacía sentir incomodidad. La imagen que se le venía a la mente era la misma que podía sentir encerrada en un ataúd. No le agobiaba el hecho de tener que estar inmóvil. Era la sensación de tener ese espacio extremadamente reducido entre su cabeza y el techo del tunel.

Así que decidió que también trabajaría sobre eso. Durante los días de espera imaginó con todo lujo de detalles cómo sería aquella experiencia. Desde el momento en el que el celador la recogía, la bajaba en silla de ruedas hasta la sala de la resonancia, cómo le inyectaban el material de contraste en el torrente sanguíneo, a la enfermera colocándola sobre la camilla, cómo ésta empezaba a moverse hacia el tunel y los sonidos que escucharía mientras estaba allí dentro. Sola.

Revivió una y otra vez la sensación de seguridad y de calma. Todo estaba bien. Tanto fuera como dentro de ella. Su cuerpo estaba completamente sano. Y la CPRM así lo diagnosticaba. Día tras día, durante los quince que estuvo ingresada, cerraba los ojos e imaginaba el proceso con todo lujo de detalles. La colecistectomía no era necesaria. Su vesícula estaba en perfecto estado.

Y llegó el día señalado para la resonancia. Todo ocurrió tal y como lo había imaginado en su mente. Cuando su cuerpo se deslizó por los rieles se relajó por completo. Cerró los ojos, se olvidó de dónde estaba y se trasladó a su playa. Allí, de nuevo frente al globo rojo, metió en la cesta su vesícula enferma y dejó que se fuera volando.

Al día siguiente, el médico entró por la puerta de su habitación con un semblante de incredulidad. Le dijo que, inexplicablemente, su vesícula no mostraba ninguna obstrucción, pero que, de todos modos, la cirugía debía llevarse a cabo, dados sus antecedentes.

Ella ocultó su sonrisa. Sabía cuál iba a ser el diagnóstico antes de que él hubiera puesto un pié en la habitación. Era parte de su visualización. Pero se limitó a decirle que quería solicitar el alta voluntaria y que comenzaría un tratamiento alternativo para evitar la cirugía. El buen hombre se vió obligado a soltarle el discurso de turno relativo a que estaba jugando con su salud, que si tenía un porcentaje más que elevado de recaída, que iba a terminar volviendo en menos de una semana y bla, bla, bla.

Dejó que terminara de exponerle todo lo que su código deontológico le obligaba a hacer. Le reiteró su intención y le pidió que le trajera los papeles para el consentimiento del alta voluntaria. Tenía la firme intención de abandonar la habitación esa misma mañana, para así dejar una cama libre y que otro paciente pudiera descansar en ella en vez de tener que esperar tirado en la sala de urgencias.

El médico salió de la habitación malhumorado, reprochándole su decisión e insistiéndole en que se lo pensara dos veces. Pero ella no necesitaba pensar nada más. Ya lo había hecho durante los últimos días. Había tomado la determinación de sanarse. Y lo había logrado.

Ese día, el viernes 15 de noviembre, salió del hospital convencida de que jamás volvería a tener un cólico y de que no volvería a poner un pie en él. Han pasado cuatro años y medio desde aquel día. Y no se equivocó. Como reza el dicho: «si lo puedes creer, lo puedes crear». Ella creyó. Y, lógicamente, creó su realidad.

«La mente es todo,
aquello que crees es aquello en lo que te conviertes,
lo que sientes, lo atraes,
lo que imaginas, lo creas».

Buddha

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