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El poder de la palabra

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¿Somos realmente conscientes del poder que tienen nuestras palabras? ¿Lo somos, especialmente, cuando las empleamos con nuestros hijos? ¿Prestamos una atención consciente a lo que sale de nuestra boca y nos lo pensamos dos veces antes de abrirla?. Lo cierto es que, la mayoría de las veces, tristemente, no lo hacemos.

Y con el run run de las mismas palabras repetidas, una y otra vez, terminamos grabando mensajes en sus cabecitas. Y ahí se quedarán, montones de veces, almacenados en su subconsciente y generando, años después, patrones de comportamiento que nos preguntamos de dónde vienen.

Pues sí, puede que te sientas pequeñito porque tu padre siempre se refería a tí, de forma cariñosa, como «enano». Y tú te creíste que, como esa palabra venía de tu padre, quien te amaba incondicionalmente y no podía contarte mentiras, era cierta y la hiciste tuya. Y ahora necesitas seguir siendo chiquito para sentirte merecedor de amor, puede que ya no de tu padre (o puede que sí), o puede que del amor de tu pareja, de tu jefe, de tus amigos…

Quizás ni siquiera recuerdes que durante tus primeros años de infancia tu madre te llamaba, también cariñosamente, «gordo» en vez de dirigirse a tí por tu nombre. Eras un niño muy menudo y seguramente ella, con todo su amor, en el fondo lo decía porque quería que crecieses un poquito más.

O tal vez te han llamado toda tu vida por un diminutivo, en vez de por tu nombre de pila, y, te quedaste ahí, en la infancia, negándote a crecer, aferrado a seguir comportándote como un niño, en honor a ese nombre minimizado.

Yo fuí verdaderamente consciente del poder de mis palabras hace no demasiado tiempo. Era una mañana de domingo. Había dormido mal. Estaba cansada y quería seguir en cama un rato más. Pero con tres niños, esto de dormir a pierna suelta hasta las tantas es una utopía que me queda bastante lejos en el recuerdo.

Cuando nos despertábamos solíamos remolonear todos juntos en la cama, y eso era algo que, a mí, me encantaba. Tres niños achuchándome y dándome besitos, acurrucándose a mi lado… ¿a quién no le gusta eso?. Bueno, seguro que no a todo el mundo, pero a mí sí me gustaba (y me sigue gustando, desde luego).

Pero la falta de sueño y el cansancio acumulado de toda la semana, unidos a cierto mal humor por cosas que no vienen a cuento, hizo que, esa mañana, cuando empezaron a jugar conmigo yo reaccionara de mala manera.

Ese día no me apetecía gandulear. Ellos, como niños que son, sólo querían jugar con su mamá, como siempre, un rato en la cama. Que les hiciera cosquillas, que les diera miles de besos, que les regalara un masajito en la espalda.

Pero mi ego tomó la delantera raudo y veloz. Y le ganó la carrera a la serenidad y al amor. De muy malos modos contesté a sus muestras de cariño que me dejaran tranquila y se fueran a jugar un rato.

Recuedo exáctamente cómo me sentí en aquel preciso instante. Y lo recuerdo porque pude percibir la decepción en sus miradas. Sin más insistencia salieron de la habitación para hacer lo que yo les había dicho. Tristes, enfadados, desencantados y frustrados. En ese momento supe que había metido la pata hasta el fondo. Y que aquellas palabras que acababan de salir de mi boca me iban a costar muy, muy caras.

Y vaya si lo hicieron. A pesar de que tardé menos de un minuto en reaccionar y salir detrás de ellos para intentar arreglarlo, la impronta se había grabado a fuego en sus cabecitas. A partir de aquel día no hubo más remoloneos. Desaparecieron las visitas a mi cama y, cuando se despertaban, directamente se iban a jugar sin pasar por mi habitación.

Durante varios meses, que para mí se hicieron una eternidad, los escuché despertarse y encaminarse al salón en silencio. Durante todo ese tiempo, en soledad, en mi habitación, recordaba aquel fatídico día y lamentaba todo lo que había dicho. Mis disculpas no eran suficientes para sanar las heridas. Hacía falta tiempo.

Y se lo dí, todo lo que necesitaron, poniendo así a prueba mi paciencia. Semanas, meses, un año… Y no pasaba un día en que no me arrepintiese de aquellas palabras salidas de mi boca. ¡Cuántas lágrimas derramadas en la penumbra de las mañanas en penitencia por mi rabia!

Sin embargo, cuando reconocemos nuestros errores y nos arrepentimos de algo que hemos hecho, de corazón, el tiempo termina poniendo todo en su lugar. Y una mañana de sábado la puerta de mi habitación se abrió temprano.

Medio dormida aún pude sentir como alguien se acurrucaba a mis espaldas, metiendo sus piececitos entre los míos buscando el calor de mami. Antes de que pudiera darme la vuelta, otro angelito se escurría debajo de las sábanas de mi cama para darme un beso de buenos días. El tercero aún dormía en su habitación, pero no tardaría en hacernos compañía.

Aquel día lloré pero de felicidad. Y jamás he vuelto a protestar cuando alguien viene a mi cama por las mañanas. Ahora, esos momentos, para mí, son una verdadera bendición que agradezco cada mañana al despertarme.

«Antes de hablar pregúntate
si lo que vas a decir es cierto,
es bueno, es necesario, es útil.
Si la respuesta es no,
tal vez lo que estás a punto de decir
debería dejarse sin decir».

Bernard Meltzer

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