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Érase una vez… un gato

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Tigre no es un gato de raza aunque sí lo parece. Es una mezcla de persa con angora. Su madre, una bola arisca de pelo largo y blanco, se emparejó con el gato de una casa vecina, un macho gris de nariz chata y temperamento tranquilo.

De aquella camada de 4 gatitos sólo tres sobrevivirían. Y dos de ellos terminarían en mi casa. Dos hermanos, ambos grises, un macho y una hembra. Tigre y Luna.

Luna es como su madre, un tanto esquiva cuando intentan cogerla en el regazo. Sí, es una gata cariñosa y se enreda en las piernas buscando mimos pero no gusta demasiado del cobijo entre los brazos lejos del firme suelo, a menos que sea ella quien lo elija.

Tigre, sin embargo, es todo lo contrario. Busca mi mirada con calma y tranquilidad y cuando es correspondida se dirige hacia mi con lentitud. Ha definido su objetivo con claridad y va a por él. Siempre es el mismo: sentarse o tumbarse encima de mi.

Posa sus patas delanteras con suavidad sobre mis muslos, mientras me mira con sus ojos azules y suelta un ligero maullido. Es su forma de preguntarme si se puede subir. Y no tengo que contestarle para que él sepa si puede o no hacerlo. Mi mirada, del mismo color que la suya, le da la respuesta que él busca con su caricia.

Da un salto sigiloso y empieza a enroscarse sobre sí mismo buscando la postura más cómoda para su siesta. Acurruca su espalda pegada a mi vientre y deja descansar su cabeza sobre mis rodillas. Y cierra sus lindos ojos. Y sueña. Y ronronea mientras se va volando al más allá.

Mi mano, inevitablemente, empieza a acariciar su suave pelaje plateado. Tigre detecta mi energía, la recoge, la transforma y la canaliza con su tranquilidad.

Vino a esta casa para recordarme que debo parecerme más a él, actuando desde la calma y  no dejando que nada externo me altere. Él nunca se perturba ni se sobresalta. Es puro «presente».

No deja de resultarme más que curioso que él y su hermana fueran una de las tantas adquisiciones (en este caso adopciones) que llegaron a mi vida «de dos en dos». En honor a ese gemelo evanescente que durante unas pocas semanas compartió conmigo el útero de nuestra madre y nunca llegó a nacer pero cuya existencia siempre tuve presente en mi inconsciente.

Yo soy Luna, un poco arisca al principio, distante con los desconocidos, un tanto desconfiada y prefiero ser quien toma las decisiones. Tigre es mi hermano, ese mellizo que nunca llegó a nacer. Alberto, siempre pensé que ese habría sido su nombre. Tiene los mismos ojos que yo, el pelo largo y teñido de gris, y me persigue vaya donde vaya, emulando la búsqueda incesante que durante tantos años llevé a cabo en pos de mi gemelo.

Pero, sobre todo, él es, como buen doble mío, el reflejo de todas esas cosas que ya están en mí, esperando salir. Él es confianza, dulzura, calidez, amor, generosidad, ternura, comprensión y apoyo.

Gracias Tigre, por cada vez que me regalas tu mirada y tus caricias incondicionales. Te quiero, Alberto.

«El tiempo pasado con gatos
nunca es tiempo perdido»

Sigmund Freud

 

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