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Frialdad en la alcoba

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La sexualidad es un tema tabú del cual casi nadie suele hablar. Ni siquiera es motivo de conversación entre la mayoría de parejas, que se acomodan a lo que “les ha tocado” sin pararse a reflexionar al respecto. Sobre todo las mujeres.

A lo largo de mi vida la tónica general en mis relaciones, a nivel sexual, ha sido la frialdad y la indiferencia por parte de mis partenaires. Por frialdad me refiero a la ausencia de mirada, de contacto visual, sin pupilas que hablan sin decir una palabra, ausencia de caricias y de un contacto cercano, delicado y sensual a la vez, ausencia de susurros, de palabras dulces, cariñosas, agradables y placenteras, y ausencia, en general, de interés por saber lo que a mí me gustaba y me daba placer, en lo tocante a la indiferencia. Sentía una total despreocupación y desatención por parte de mis amantes.

Por el contrario, yo estoy en la polaridad opuesta y soy una de esas mujeres que satisface por completo los gustos y necesidades del otro, dejando siempre las mías en segundo plano. Con el paso de los años terminé limitándome a tener relaciones de forma “mecánica” y sin implicar esa conexión que yo tanto ansiaba, dando por hecho que el disfrute propio quedaba relegado a los encuentros furtivos que tenía conmigo misma y a las caricias que me proporcionaba en la soledad de la penumbra.

Hubo un tiempo en el que creía que era mi naturaleza generosa la que me hacía ser una mujer que se preocupaba por conocer los gustos del otro en lo tocante al arte amatorio y que me gustaba ver como mi pareja disfrutaba de mis atenciones. Con el tiempo comprendí que no se trataba de generosidad sino de falta de autoestima, poniendo siempre por delante las necesidades de otro, por encima de las mías y sin tener la suficiente valentía para reclamar lo que consideraba que sería justo: algo tan sencillo como el equilibrio a nivel íntimo.

Llegó un momento en el que asumí que jamás tendría un orgasmo con un hombre. Aquello, que parecía tan sencillo, me parecía algo inalcanzable. Fingía mis orgasmos para escapar de la monotonía y de movimientos repetitivos con una ausencia total de conexión. Mi marido, el único con quien en muy contadas ocasiones traté este tema de un modo muy superficial, se sacudía su parte de responsabilidad cuando yo soltaba algún que otro reproche, diciéndome que yo era una “frígida”.
Pero yo sabía que no era así.

Si lo hubiera sido eso se reflejaría en mis propios vis a vis cosa que jamás me ocurría en la intimidad de mi alcoba. Pero ya se sabe: es mucho más cómodo echarle la culpa al otro que asumir la parte de responsabilidad que te toca en el asunto en cuestión.

Lo que ocurrió fue que, para evitar tener encuentros sexuales con mi propio esposo mi cuerpo comenzó a engordar. Con cada embarazo subía 20 kilos y luego me quedaba con 10. Luego otros tantos. Y otros tantos. Mi inconsciente tenía así la excusa perfecta para eludir cualquier contacto. Y así fue. El mensaje de mi cuerpo era: “si estoy gorda no te resultaré atractiva y así evitarás acercarte a mí”.

Tristemente debo reconocer que desde que nació mi primer hijo, sólo hubo tres encuentros más a lo largo de los siguientes 5 años: aquellos en los que se gestaron los 3 retoños que siguieron al primero, uno de los cuales terminó en aborto. Y ninguno más.

La única función de mi matrimonio fue la de procrear. Punto.

El aborto de mi segundo hijo se produjo como consecuencia de mi rechazo inconsciente al modo en que había sido concebido.

Recuerdo perfectamente los momentos exactos en que me quedé embarazada de todos y cada uno de mis hijos y el del segundo fue algo que mi mente no pudo soportar. Y aborté a las pocas semanas de quedarme embarazada.

Aquel niño no pudo gestionar la repulsión que su madre sentía rememorando el modo en que había sido concebido y decidió no venir al mundo. Yo tampoco lo pude soportar, así que supongo que fue una decisión inconsciente de ambos, de mi hijo y mía. Ver cómo su padre centraba su mirada en la película XX que había dejado de fondo en el salón, en vez de dedicarle una mirada de amor a su madre, gestando con cariño a esa criatura, fue el detonante de aquel fatídico desenlace.

Recuerdo haber sentido nauseas. Recuerdo haber llorado a solas, encerrada en el baño aquella misma noche. Recuerdo incluso haberme sentido culpable por haber tolerado aquella situación. Hoy soy consciente de lo desconectada que estaba de mí misma. De lo carente que estaba de afecto como para aceptar situaciones como aquella. No sólo con el padre de mis hijos, sino también con las parejas que había tenido antes que él y con alguna que tuve incluso después de separarme.

Sólo tuve una que se salía de esta tónica de frialdad. Y la eché de mi vida, de un modo que hoy, con una conciencia diferente, sé que fue un intento de huir de aquel calorcito que él me proporcionaba y que, aunque era algo que yo ansiaba con todo mi corazón, inconscientemente yo lo no podía soportar. Toda esa mirada que yo buscaba en mis parejas, esa comunicación, esas caricias, esa conexión, no lo tenía, sencillamente, porque no lo había tenido de mi madre. Nunca hubo fusión emocional con ella así que no podía después saciar aquella necesidad con mis parejas.

Lógicamente, lo que manifestaba en mi vida y atraía era más de lo mismo que había vivido siendo niña: distancia y frialdad. Desconexión total.

Y en el único instante en que un hombre se acercó a mi ofreciéndome eso que yo tanto deseaba: una mirada honesta y limpia, aceptándome tal y como yo era, demostrando más interés en mi que en sí mismo, buscando mi placer antes que el suyo propio, preocupado por darme amor, calidez, contacto… mi inconsciente no lo toleró y se buscó una salida “conocida” para afrontar aquello que no podía aguantar: la huida. Igual que mi madre huyo de su conexión con su bebé. Ella tampoco pudo soportar la demanda de una niña pidiendo su presencia. Y escapó, a su manera. Como buenamente supo. Así fue como yo me busqué una excusa y le eché de mi vida.

Es curioso que la justificación que me inventé fue que él me había mentido, haciéndose pasar por una persona que realmente no era. El argumento que yo esgrimí frente a él para salir huyendo de todo aquel amor desinteresado que él me proporcionaba, sin pedirme nada a cambio, era que me había ocultado una parte de su pasado, y, tras dicha traición ¿cómo iba a confiar yo en que, en el futuro, él no me volviera a engañar?

No, no. No podía soportar tal embuste, que él había proferido hacia sus padres. Y corté de raíz la relación con él. Lo gracioso de aquel asunto, visto con la perspectiva del paso de los años, fue que mi madre jamás aprobó aquella relación. Y yo, en mi búsqueda inconsciente de su amor y de su aprobación, eché por tierra lo que a mi me proporcionaba un entorno de seguridad y calidez. ¡Cómo es el inconsciente! Él falseaba la realidad ante sus progenitores y yo ¡también lo estaba haciendo! Pero en vez de ver el reflejo en mi propia vida preferí sacarle de ella de un plumazo. Y lo peor de todo: haciéndole daño. El mismo que mi madre me había hecho a mí con su indiferencia.

Yo tenía 24 años. Había conocido a este hombre hacía tienmpo, en mayo del año 89 y habíamos entablado una sólida amistad por carta a pesar de la distancia que nos separaba, ya que él vivía en Sevilla. Él ni siquiera tenía teléfono así que lo único que teníamos era el papel y el bolígrafo para comunicarnos. Ambos adorábamos escribir (¡qué cosas!), así que la correspondencia comenzó a ser fluida e intercambiábamos cartas de varios folios de extensión.

Cuando nos conocimos él tenía 22 años y yo 17. Durante 7 años permutamos nuestros anhelos, sueños y secretos a vuelta de sobre, convirtiéndonos así en confidentes el uno del otro de nuestras respectivas historias de amor y desamor.

Este hombre reunía todas las características que a mi me atraían del sexo contrario: era culto, un lector empedernido de obras destinadas al análisis y la reflexión, escribía en sus ratos libres, trabajaba como locutor en una emisora de radio los fines de semana en un programa de música, era mi soporte cuando las cosas me iban mal (en vez de criticarme, como hacía mi madre) y, sobre todo, tenía una enorme sensibilidad y sentido del humor. Sabía interpretar las palabras de mis cartas y darles el giro necesario para robarme una sonrisa en la distancia.

Cuando, en enero del año 96 nuestra amistad se convirtió en una relación de pareja mi madre comenzó a mostrar su lado más oscuro. Supongo que el hecho de que él viviera a casi 1000 kilómetros de distancia tenía algo que ver con todo aquello: era una amenaza para su soledad. Si la relación salía adelante existía la posibilidad de que yo me marchara de su lado, a la otra punta del país, y ella, su vida… se quedaría completamente vacía. Hacía 4 años que había fallecido mi padre y yo soy hija única.

Y con su red tejida habilidosamente, haciendo honor a su profesión de modista, logró lo que deseaba: separarnos. Recuerdo que le escribí a este hombre una carta muy cruel llena de reproches y de ataques y que, antes de enviársela, se la leí a mi madre en un intento de búsqueda de aprobación.

Recuerdo que estábamos en la cocina y recuerdo la sonrisa triunfante de mi madre mientras me decía, impasible, que todas aquellas acusaciones que yo había vertido en el papel salidas de mi boca, eran justo lo que aquel “rival” necesitaba escuchar.

¡Qué ciega estaba yo! ¡seguía buscando la aprobación de mamá!

En realidad, mi inconsciente no podía soportar todo aquel amor que aquel sevillano de 30 años quería ofrecerle a una joven de 25 carente de maternaje y ávida todavía de todo el amor de mamá que no había recibido en su infancia.

Aquella niña aprendió que la seguridad estaba en la frialdad. Que era lo que había vivido en su niñez. Y que lo caluroso, a pesar de que fuese lo que ella anhelaba, no era seguro, ya que era desconocido. Por eso, ante el mínimo atisbo de calidez, lo más lógico era salir corriendo, tal y como yo hice.

Y así, me pasé mi vida sintiéndome segura, de forma completamente inconsciente, arropada por la frialdad de mis relaciones. Anhelando una conexión que jamás llegaba a pesar de que la deseara con todo mi corazón. Igual que aquella niña se pasó toda la vida anhelando una mirada cálida de su propia madre.

Y la única vez que la tuve, no pude soportar todo aquel calorcito que recibía y me autosaboteé culpando al otro de que me mentía, cuando la mentira había sido contada por mi madre.

Una madre que mintió a su hija, haciéndola creer que en la falta de contacto estaba la seguridad, porque su propia infancia había sido incluso 10 veces más dura que la que ella misma le había proporcionado a su descendiente.

Sencillamente, no supo hacerlo de otro modo.

Por eso a mí, a pesar de que adore las muestras de cariño, me cuesta horrores recibirlas. Darlas no es tanto problema. Lleno de besos y caricias a mis hijos, intentando, con este acto, no repetir la historia de soledad que yo viví siendo niña, y siendo consciente de que eso que yo no tuve es lo que ellos necesitan y dándoselo estoy sanando una parte de mi propia historia y de la historia de mi madre.

Pero cuando son ellos los que se acercan a mi llenándome de besos, cuando son mis amigos los que me dan un abrazo, cuando un hombre intenta acercarse a mí, me siento incómoda. Aunque es justo esa incomodidad el indicativo perfecto para darme cuenta de que ahí es donde debo trabajar con más conciencia, permitiéndome recibir esas muestras de cariño que las personas cercanas a mi desean ofrecerme sintiéndome libre y merecedora.

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