Los hijos llegan a este mundo para ser libres. Necesitan sentirse seres únicos, independientes, con su propia forma de ser, diferente, y sus creencias, particulares. Sólo si se sienten así, respetados, podrán construir su propia identidad y encaminarse hacia la vida adulta con total libertad.
El problema comienza cuando los padres no permiten que los hijos sean completamente libres y no permiten que este desarrollo natural tenga lugar en el hijo. Es entonces cuando atan a sus hijos, impidiéndoles que partan hacia la búsqueda de su propia vida, manteniéndolos a su lado de por vida y convirtiéndolos en un hijo “ancla”.
Un hijo anclado a sus desdichas.
Este rol asignado a uno de los hijos se genera, en muchas ocasiones, antes incluso de la concepción. El transgeneracional nos ayudará a encontrar resonancias en las fechas, y no es nada raro que se repita la historia de nuestros padres, abuelos, bisabuelos… El hijo o hija llega a este mundo para estar unido de por vida al destino de sus padres, un destino forjado desde antes de su concepción, por sus ancestros.
Una forma de darnos cuenta de que los hijos tienen ese papel de “ancla” es prestar atención a las frases (lapidantes) y al vocabulario que sale de los decretos paternos.
Así, cuando escuchamos a un padre o a una madre decir cosas como “tuve a mi hijo/a para que esté conmigo cuando sea mayor”, “tuve este hijo para que su papá no se marchara, para salvar nuestro matrimonio», “tuve a este hijo para ser feliz”, “este hijo es para que me cuide porque estoy siempre enferma”, “tuve a este hijo para que me ayude en casa (porque nadie me ayuda)”, “mi hijo cuidará de su hermano enfermo cuando yo me muera (porque alguien tiene que hacerlo)”, “mi hijo estudiará esto o lo otro, o será lo que yo no logré ser”, “mi hijo es mi única compañía y está aquí para calmar mi soledad”, “mi hijo está para hacer del papá/mamá que nunca tuve y que siempre desee tener”, “mi hijo es lo que le da sentido a mi vida”, “mi hijo es mi apoyo”… estamos siempre ante casos de hijos que desempeñan este papel.
También lo estamos cuando nos referimos constantemente a nuestros hijos adjetivándolos como de nuestra propiedad, enfatizando el pronombre MI delante de la palabra HIJO/A, cuando hablamos de ellos, en vez de decir su nombre. Los hacemos “nuestros” y los consideramos únicamente “hijos” anulando su individualidad al no referirnos por su propio nombre. También les impedimos crecer cuando llamamos a nuestros hijos empleando diminutivos (por ejemplo Begoñita, en vez de Begoña) o motes inapropiados (“pequeñita, hijita, nenita…”) justificándonos diciendo que son “demostraciones de cariño” cuando en realidad son todo lo contrario. O cuando ni siquiera somos capaces de pronunciar el nombre que decidimos ponerle cuando llegó a nuestra vida y nos referimos siempre a ellos diciéndoles “la nena, el niño, la peque…”, impidiéndoles así crecer y dejándoles en el eterno rol de niño, para tenerles siempre por debajo de nosotros, a nuestras expensas.
Todas estas frases y palabras pueden haber sido dichas abiertamente o pensadas en completamente silencio por el progenitor en cuestión, bien sea la madre o el padre. Sea cual sea el caso, lo cierto es que SIEMPRE SON UNA CONDENA para el hijo al que se le ha asignado dicho papel o se le llama de ese modo.
Los hijos perciben estos mandatos y los cumplen por amor infantil, ciego, por fidelidad hacia sus padres, ya que todos llevamos firmado este contrato invisible en nuestro corazón y lo cumplimos hasta el final, con todas sus consecuencias.
Recuerdo cierto día de verano en el que yo estaba en una playa que solía frecuentar. Un hombre anciano con quien solía charlar, mientras mis hijos chapoteaban en el agua, se sentó a mi lado como de costumbre. Comenzó a hablarme sobre su vida y me contó cómo había sido el momento de su nacimiento, soltándome: “cuando yo nací la enfermera le dijo a mi madre que yo tenía cara de soltero, y mírame, con más de 80 años y nunca me he casado ni tenido pareja estable, ¿qué te parece?”. Yo sonreí, consciente del poder que habían tenido aquellas palabras en la mente de aquel niño que se mantuvo fiel toda su vida al decreto que había verbalizado la enfermera que, con total probabilidad, era el proyecto sentido con el que su madre le había traído al mundo.
Así ocurre que hay hijos que jamás se van de casa de sus padres a pesar de que desean hacerlo, hijos (hombres y mujeres adultos, hechos y derechos) que creen que tienen que cuidar a sus padres de viejos, los llamados “bastón de vejez”. Yo soy una hija bastón. Mi madre me tuvo a punto de cumplir los 40, tras 25 años de matrimonio sin descendencia. Siempre estaba enferma y mis padres pensaron que lo mejor era tener una niña (por eso de que las mujeres cuidan mejor que los hombres) para que, llegada su ancianidad, tuviera alguien que la asistiera y pensando (porque, hay que decirlo: pensaron en todo), que sería mi madre la que sobreviviría a mi padre, como así fue.
Fieles a estos mandatos, los hijos cargan con el lastre de ir de vacaciones y de viaje con sus padres, de pasar las fiestas con ellos, de tener que hacerlos felices como si fuese una obligación, a costa de vivir conflictos y disgustos con sus propias familias. También lo he vivido. Durante mis años de matrimonio tuve que viajar 1.200 kms todas las Navidades y veranos a casa de mi familia política para “cumplir” con el mandato familiar de mi exmarido, quien no entendía por qué yo no deseaba estar con sus padres y prefería estar con mis hijos. Y con mi propia madre también tenía conflictos porque ella esperaba que yo fuese a comer a su casa todos los domingos y fiestas de guardar, porque estaba viuda y sola.
Vemos también hijos que no se han casado nunca ni logran tener pareja estable, a pesar de que lo desean, porque están atados simbólicamente a mamá o a papá. También lo sufrí, con una pareja que tuve, un hombre de 48 años, el primogénito, incapaz de formalizar su relación conmigo porque eso implicaba tener que abandonar el nido familiar, la casa de mamá, y él no estaba por la labor. Eso habría significado traicionar a su madre y jamás lo habría hecho. Sin embargo, su hermano pequeño sí había logrado formar una familia, en otra provincia incluso, lejos de las faldas de mamá, porque el ancla ya era su hermano mayor.
Si analizamos las fechas de nuestro árbol, veremos todas estas resonancias con total claridad. Por ejemplo, mi hija, doble además de mi suegra, a pesar de su corta edad, “siente” que tiene que cuidar a su padre porque él se ha “quedado solo después de que yo le dejara”… ¡tremendo decreto! Y ahí anda ella, a sus 10 añitos, sintiendo que no puede dejar solo a su pobre padre y que su papel es el de darle todo el amor que él mismo no sabe darse. El amor de su mamá que sigue buscando a través de su propia hija.
En otros casos ocurre que los hijos se hacen cargo de sus hermanos, quizás porque había demasiados niños y mamá no podía atenderlos a todos y uno asume ese rol de mamá/cuidadora, quizás porque algún hermano está enfermo y precisa atención especial, quizás porque se les ha visto siempre como personas incapaces de salir adelante por sus propios medios… Y así, estos hijos se encadenan de por vida a cumplir las promesas hechas a los padres en vida o en sus lechos de muerte, y jamás vivirán su propia vida porque están obligados a cuidar de sus hermanos, ya que para eso fueron concebidos.
Cuando los hijos no logran independizarse emocionalmente de los padres se convierten en adultos con una tremenda carga emocional a sus espaldas.
Ocurre que estos hijos se sienten culpables por tener una vida propia, lejos de su familia de origen, e incluso, si no la tienen, por desear tenerla en secreto. También sé de lo que hablo, pues durante mucho tiempo yo también deseé poder irme muy lejos de mi madre para no tener que cuidar de ella llegado el momento y me sentí muy culpable por tener esos pensamientos.
En este punto, es necesario revisar si papá o mamá fueron a su vez hijos anclas en sus propios sistemas familiares, quién los retuvo y detuvo de salir a buscar su propio camino, quién les impidió poder avanzar, para sanar el impacto generacional que tuvo la historia de nuestros antepasados.
Así pues, si eres un hijo o hija que no consigue avanzar en sus proyectos, que no logra tener pareja (aunque lo desee), que vive en casa de sus padres (incluso si estos están ya muertos), si tienes una profesión que no disfrutas, la vives como un sacrificio o trabajas en algo relacionado con ser cuidador/a como médico/psicoterapeuta/enfermera/asistente social/cuidador de ancianos, si sufres dolores, calambres o entumecimientos en las piernas/tobillos/rodillas cada vez que planeas algo que te aleja de mamá/papá…
ERES UN/A HIJO/A ANCLA.
También lo eres si no logras concretar viajes a pesar de tener recursos, si trabajas en el negocio familiar de tus padres, si tienes que gestionar, dar o repartir dinero/bienes a papá/mamá/hermanos, si te casaste y tuviste que llevarte contigo a mamá/papá/hermanos, si vives con la obligación de cuidar a tus padres, si regresas después de tu divorcio a su casa, si no logras cumplir un proyecto de irte a vivir lejos, incluso a otro país, si ayudas económicamente a la vejez de tus padres o hermanos…
Los padres difícilmente sueltan a sus hijos, y mucho menos si han creado un proyecto de este tipo desde el alma, desde el árbol transgeneracional.
Nuestras palabras y miedos atan a las generaciones venideras: a nuestros hijos y a sus descendientes, por lo que, si en algún momento te das cuenta de que estás repitiendo este papel con tus propios hijos, decretando estas palabras o incluso sólo con tus pensamientos en tu mente, debes liberarlos de esa pesada carga.
No te culpes por ello, tu nivel de conciencia te llevó a actuar de ese modo, pero ahora, con un nivel más elevado, puedes mirar a los ojos a tu hijo o a tu hija y decirle “hijo/a, te libero de mi, de hacerte cargo de mi vejez, mi soledad, mis problemas, mi enfermedad, mis carencias, mis palabras, mis sueños no cumplidos (di aquí de lo que le liberas) y te doy alas para que vueles en total libertad”.
Si eres tú el hijo/a que se siente en fidelidad hacia tus padres, comprende que tienes permiso para liberarte del mandato de tus padres sin sentir culpa. Puedes dar o aportar del modo que consideres para su vejez, pero ellos no son tu responsabilidad, a menos que sean ancianos gravemente enfermos y estén en una situación de total desamparo. E incluso esta situación tendría sus reservas.
Lo importante es que ningún hijo debería quedarse anclado de por vida al lado de sus padres.
Como padres, el mejor regalo que podemos darles a nuestros hijos es la libertad, algo que podemos ofrecerles únicamente si nos convertimos en padres más conscientes y sabios, guiados por la intención de no sobrecargar a ninguno de nuestros hijos, de otorgarles alas para que vuelen y de impulsarles con nuestras palabras para que alcen el rumbo hacia donde ellos deseen ir. Incluso si ese viaje les aleja, dolorosamente, de nosotros.
Porque ahí está la grandeza de ser un buen padre, una buena madre: en criar hijos libres, darles alas y enseñarles a volar.

«Cuando dejo de ser lo que soy, me convierto en lo que podría ser.
Cuando dejo ir todo lo que tengo, recibo lo que necesito»
Lao Tse