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Mariposas

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De niña nunca me gustó demasiado jugar con muñecas. Sí, tuve unas cuantas. Un par de Barbies, una Nancy, un Barriguitas y alguna más, cuyo nombre ni siquera recuerdo. No eran mis juguetes favoritos.

Prefería inventarme juegos al aire libre. Uno de ellos consistía en meter la manguera por algún agujero de topo, abrir el grifo y esperar a ver por dónde salía el agua, imaginando los entresijos de las madrigueras bajo mis pies.

El jardín de nuestra casa estaba desnivelado y resultaba bastante divertido encajar el tubo amarillo en la parte de arriba de algún hoyo, salir corriendo hacia abajo y esperar unos segundos para ver manar el agua del suelo, como si se tratase de una fuente natural. Se formaban pequeñas cascadas por el terraplén y yo me reía imaginando lo enfadado que estaría el topo viendo como se le inundaba su guarida. Niños…

Otra de mis diversiones consistía en cazar saltamontes con la mano o mariposas con un cazamariposas que mi padre me había fabricado con un palo y un trozo de malla. Hace tres décadas la hierba estaba plagada de saltones verdes y marrones y de grillos que chirriaban al anochecer.

Con la llegada del buen tiempo las mariposas se agolpaban a tomar en sol sobre el negro asfalto de la carretera delante de nuestra casa. Si tenías un mínimo de paciencia resultaba más que fácil atrapar un par de «pavos reales», la variedad que más abundaba por aquel entonces, en menos de cinco minutos.

Aunque a mí lo que más me gustaba era cogerlas en mi mano. ¿Cómo lo conseguía?. Muy fácil. Me acercaba con sigilo al tiempo que observaba con detenimiento como agitaban sus alas con armonía, calentándolas bajo los rayos del sol de mediodía.

Intentando que mi sombra no cayera sobre ellas para espantarlas, acechándolas por su espalda, me iba agachando con suavidad hasta dejar mi cuerpo a su misma altura. Luego, con disimulo, posaba mi mano sobre el suelo, a su lado.

Entonces, con su confianza ganada, empezaba a acercarla léntamente hasta dejarla al lado de sus patas. El pequeño insecto empezaba entonces a desenroscar su espiritrompa acercándola a mis dedos y palpándolos para comprobar el entorno con cautela. Yo notaba sus caricias y la dejaba que investigase todo lo que necesitara. Cuando, por fin, se sentía tranquila, envolvía su larga lengua y dejaba que fuesen sus patitas las que sintieran las vibraciones de mi energía.

Entonces se subía a mi mano y comenzaba a caminar por ella. Notaba como sus pegajosas extremidades se pegaban a mi piel. Los finos y tupidos pelos que cubrían sus patas me hacían cosquillas mientras paseaban por el dorso de mi mano. Esas caricias era lo que más me gustaba. Mientras la mariposa me obsequiaba con ellas yo observaba maravillada sus coloridas alas, evitando tocarlas pues sabía lo importante que era el polvillo que cubría sus escamas  para que pudieran volar.

Me deleitaba contemplando sus matices durante los escasos segundos que aquel mágico ser me regalaba con su confianza. Si me paro a pensarlo, no creo que fuesen más de tres o cuatro pero a mí me parecían infinitos. El tiempo parecía detenerse.

Cuando decidía que el sol había templado sus alas lo suficiente como para emprender el vuelo de nuevo, empezaba a agitarlas lentamente. Esa era la señal de despedida. Su abrazo. Su guiño. A pesar de sus ojos compuestos y diminutos, podía sentir cómo  me miraba. Entonces emprendía el vuelo. Y yo me quedaba quieta, observando cómo subía en círculos hacia el cielo, deseando tener alas y poder acompañarla en su majestuosa danza.

Hoy, en ese mismo lugar, ya no hay mariposas calentando sus alas sobre el pavimento, y resulta bastante difícil encontrar saltamontes entre las briznas de hierba del jardín. Sin embargo, a veces la suerte te regala un guiño, cuando menos te lo esperas.

En una ocasión teníamos plantados unos cuantos guisantes en nuestro pequeño huerto. Cuando llegó la época de cosecharlos, al abrir las vainas nos encontramos con una maravillosa sorpresa.  En lugar de guisantes había unas pequeñas orugas de color verde en muchas de las cáscaras.

Por lo visto las flores de aquellas plantas de guisante habían sido el lugar elegido para que alguna mariposa dejara en ellas sus huevos. Cuando las flores se transformaron en frutos y los huevos en orugas, éstas se quedaron atrapadas en el interior de las vainas agradecidas por la abundante reserva de comida con la que se habían topado.

Con sumo cuidado las cogimos y las colocamos dentro de un mariposario que teníamos. Cuando vivíamos en la ciudad criábamos «mariposas de la col» para soltarlas en los parques, en un intento de devolver un pedacito de Naturaleza perdida a la vida urbana.

Esta vez la intriga era mayor pues no teníamos ni idea de qué tipo de mariposa iba a salir de allí. Dejamos varios guisantes dentro de la malla, por si las larvas todavía tenían hambre.

No tardaron en hacer los capullos y colgar sus crisálidas del techo y las paredes de su nuevo hogar. Pasaron varios días hasta que una mañana descubrimos que había llegado su hora. Desde el otro lado de la malla observamos con asombro el milagro de la metamorfosis.

Las crisálidas se rompían en silencio. Lentamente, las mariposas sacaban su cuerpo del interior. Colgadas boca abajo, lo primero en salir era la cabeza, luego una antena, luego la otra, el abdomen hinchado como un guisante y, por último, las alas, completamente arrugadas, pegadas al cuerpo, y todavía con la forma del capullo.

Suspendidas de lo que fuera su nido durante varios días, y con unos movimientos apenas imperceptibles, comenzaban a desplegarlas, permaneciendo casi inmóviles, mientras el aire comenzaba a secarlas. Cuando el ritual había llegado a su fin las abanican suavemente y se soltaban para echar a revolotear.

El color azul brillante del anverso de sus alas se mezclaba con el tono pardo grisáceo del reverso. Decenas de «Polyommatus icarus» se afanaban tanteando la tela en búsqueda de una salida. Descorrimos la cremallera de la jaula de tela y, por un momento, el porche de nuestra casa se tiñó de azul y marrón.

Aquella tarde de julio, mientras las veía alejarse en busca de flores con las que saciar su hambre, volví a tener 10 años y a desear tener alas para acompañarlas en aquel magnífico baile.

«A quien amas dale:
alas para volar,
raíces para volver,
y razones para quedarse.

Dalai Lama

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