Hace varios meses planeé con una buena amiga una visita a la playa. Al final resultó que otra más se apuntó al día de relax y se ofreció a recoger a la primera de camino para que así no tuviera que acercarme yo a recogerla a su casa.
El caso es que la primera me preguntó qué coche tenía mi otra amiga ya que no se conocían, para estar pendiente mientras esperaba por ella. Mi respuesta fue un «pues si te soy sincera no tengo ni idea, sé que es de color azul oscuro pero no estoy segura de si es un Renaült u otra marca».
Por un lado pensé: «vaya memoría la mía», pues mi amiga dueña del auto en cuestión se lo había comprado hacía poco y me había contado la odisea del cambio de vehículo con pelos y señales.
Mi memoria había decidido recordar la historia en términos generales y no quedarse con los detalles de la marca del coche. Hace años habría recordado hasta la matrícula del coche, y hoy ni eso. ¿Mi memoria me falla?, no lo creo. Reflexionemos.
Si me paro a pensar en mí misma y en los coches que he disfrutado a lo largo de mi vida, mi propia evolución como persona ha ido pareja con el coche que tenía en cada época. El primero fue un Seat 127, de color verde lechuga, sí, sí, verde «fosforito». Debía de ser el único en un montón de kilómetros a la redonda porque yo siempre me fijaba a ver si veía otro similar y no había manera.
Eso de ir llamando la atención nunca me gustó demasiado, pero ¡qué le vamos a hacer!, mi padre tenía una fijación por el color verde, y todo lo que caía en sus manos terminaba pintado de ese color.
Creo tener un vago recuerdo de que inicialmente era de color azul marino, y es que allá por el año 1976 no había una gama de color tan amplia como hoy en día para personalizar los vehículos, y ese tono verde, que yo sepa, tardó bastante en salir al mercado. Sea como fuere, durante 18 años ese fue nuestro coche. Verde por fuera y granate por dentro, la combinación perfecta para todo un clásico de finales de los años 70.
El 127 era un coche de clase media-baja, el status social al que pertenecía mi familia. Mi madre siempre decía que le encantaría tener un Mercedes, ¡cómo no!, en una familia humilde era como llegar a lo más alto. Pero si me paro a pensar, había cierto tono de envidia cuando hablaba de esa marca. ¿La razón?, su hermana mayor, emigrante como ella pero que se había quedado más tiempo en Alemania, había sido capaz de comprarse uno y ella no.
Cuando venían en verano a casa de mis abuelos, con aquel 300CD, yo sentía cierto resquemor. No en vano además era mi tía quien lo conducía. Una mujer paseándose por el pueblo al volante de aquel flamante coche de color amarillo. Todos aquellos sentimientos, relegados al silencio, tema tabú, quedaban más que latentes cuando mi padre aparcaba su 127 lejos del coche de mi tía.
El caso es que recuerdo sentir, siendo niña, cierta vergüenza por ir en un coche como aquel, tres puertas, pequeño, sin ningún extra como radio o elevalunas eléctrico… Todas mis tías tenían coches mejores. Una de ellas, también afincada en Alemania, conducía un Passat, y otra que vivía en Londres, un precioso deportivo Ford Capri.
Hoy, volviendo la vista atrás, recuerdo con infinita nostalgia aquel 127 tan estridente. Y los primeros viajes a la playa con toda la familia. Nos metíamos ocho personas en él, cinco adultos en las plazas con asientos y tres niños en el maletero.
Por no tener, ni siquiera tenía bandeja trasera, así que íbamos los tres apoyados en el asiento de atrás o nos dábamos la vuelta e íbamos saludando al coche que venía conduciendo detrás del nuestro. Los viajes por la noche molaban mucho más yendo en el maletero, porque se veían las luces de freno, las del intermitente, e íbamos jugando con ellas. Y ya, si venías muy cansado de casa de los abuelos, lo mejor de todo era tumbarse en el asiento trasero, taparse con una mantita, y venir durmiendo ¡a pierna suelta todo el camino!.
Cuando hoy les cuento a mis hijos estas batallitas, son ellos quienes sienten envidia por tener que viajar todo el camino en las sillas reglamentarias. ¡Cómo hemos cambiado!. Por no hablar del hecho de que mis padres me dejaron ponerme al volante de aquel Seat con tan sólo 16 años. Sip, toda una imprudencia, pero no hace tanto, esas cosas estaban a la orden del día.
Los años de universidad fueron una mezcla, los dos primeros seguí disfrutando, cuando mi padre me dejaba, del volante del pequeño Seat, no sin sentir cierto ridículo por el dichoso color del coche. Recuerdo asomarme por la ventana del aula magna del campus, mirar al parking y ver cómo destacaba el coche en medio de toda la maraña de vehículos.
Llegó la hora de su mayoría de edad y, justificándose en que su primer coche de marca nacional les había salido «muy bueno», repitieron comprándose un Ibiza. Y digo justificación porque yo lo que recuerdo era que el 127 pasaba más tiempo en el taller que en el garaje de nuestra casa. Y cuando no estaba a manos del mecánico era mi padre quien se pasaba los fines de semana trasteando en él para ahorrarse unos miles de pesetas.
Lo bueno fué que mejoramos. Este era más discreto, de color blanco, cinco puertas, tenía radio casette y elevalunas eléctrico, aunque sólo delantero. Aquel Ibiza llegó a la misma edad de su antecesor, la mayoría, aunque mi padre no lo vería. Él nos dejó al año de comprarlo y, como mi madre no tenía carnet, pasó a mis manos hasta el año 2009, fecha en la que siguió el mismo camino que su primer dueño.
Yo, en mi mente, tenía grabada una experiencia de mi infancia. Si ahora me paro a pensar en ello, a pesar de que durante mucho tiempo el Mercedes SLK500 fué mi coche favorito, quizás tuviese asociada aquella marca con mi tía, su carácter y todo lo que rodeaba aquellas visitas al pueblo en los años 80.
Mi otra tía, la que conducía el Passat, era diferente. Yo sentía una gran afinidad con ella y pasaba los veranos en su compañía y yendo en aquel coche de un lado para otro. Aquel vehículo tenía todo lo que yo deseaba: cinco puertas, radio, era grande, azul… y su dueña un carácter que yo, por aquel entonces, habría deseado que fuera el de mi madre.
Así que, no resulta sorprendente que, cuando tuve la oportunidad de elegir mi propio coche fuese… ¡efectivamente!: un Volkswagen Passat. Cinco puertas, de un discreto color gris por fuera y tapizado en beig por dentro, con cd, elevalunas eléctrico y un montón de extras más.
Mi coche va por el camino de emular a sus antecesores, llegó a mi vida en noviembre del 2003 y espero cumplir con él la mayoría de edad, conscientemete de esta repetición en mi clan y de su significado. Hace unos meses, en un viaje dentro de él, mis hijos me preguntaron: «mami, si te fueras a comprar hoy un coche ¿cuál elegirías?», a lo que yo les contesté con total convencimiento que otro Volkswagen, ¡por supuestísimo!.
Sin embargo, un día, después de escuchar a Harv Eker hablar sobre la abundancia y sobre sus propias experiencias a bordo de un coche lujoso, me dí cuenta de que seguía mirando con una mezcla de envidia y rabia a la gente que conducía Mercedes, Audis, BMWs o cualquier otra marca considerada de alto standing.
Empecé a ser consciente, por primera vez, de lo que aquello significaba. A pesar de que estoy sumamente feliz al frente del volante de mi coche, desde aquel momento decidí comenzar a bendecir a todos los conductores de esos coches que, en realidad, a mí también me gustaría llegar a conducir algún día. El deseo de aquel SLK500 volvió a despertarse en mi mente. Y cuando vuelvo a casa de la ciudad, al pasar por una avenida en la que están todos los concesionarios de automóviles de lujo, ya no evito mirar para ellos.
Ahora pienso que, quizás, el hecho de que mi segundo apellido sea Louzao, el mismo nombre que el concesionario de mi ciudad de la marca Mercedes, tenga algo que ver con toda esta historia.
«La vida te da todo lo que necesites,
con la condición de que no dudes que te lo mereces»
Desconocido