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Únicamente grillos

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Recuerdo perfectamente la primera noche que dormí en la ciudad. Tenía 21 años. Hasta entonces siempre había vivido en el campo. Mi padre, finalmente, se había rendido ante un cáncer unos meses antes y mi madre tuvo la excusa perfecta para abandonar una casa que jamás le había gustado. Vivíamos en ella porque él adoraba la vida tranquila, pero ella ansiaba, desde hacía demasiados años, justamente lo contrario: el ajetreo y el bullicio del centro de la ciudad.

Mi madre había intentado vender en varias ocasiones la casa que, con tanto esfuerzo, él se había afanado en ir construyendo poco a poco. Había tardado años en revestir paredes, suelos y techos con madera tallada, pieza a pieza, por sus manos de ebanista. Una obra que dejaba boquiabiertos a todos los que ponían un pie dentro de aquel pequeño museo.

Yo odiaba ver extraños recorriendo nuestro hogar. Me molestaba que mi madre, en vez de apreciar todo aquel trabajo de artesanía, lo utilizara para intentar embaucar a los posibles compradores.  Se vestía una sonrisa que normalmente no adornaba su cara y se la ofrecía a unos completos desconocidos.

Pero el destino quiso que aquella venta jamás tuviera lugar. Tenía otros planes para el hogar de mi infancia. Estaba llamado a ser la morada de mis hijos. No en vano mi padre había fallecido un 3 de mayo. Y mi hijo mayor nacería ese mismo día, 13 años más tarde.

Aquel primer día en la ciudad no logré pegar ojo. Acostumbrada a dormir en completa oscuridad y rodeada de silencio, ahora tenía una habitación con persianas venecianas que dejaban pasar la luz de las farolas y los primeros rayos del amanecer.

Mi madre, en su interés por estar en el centro de la ciudad, había elegido un edificio en pleno mercado de San Agustín para instalarse. El graznido de las gaviotas no cesaba ni siquiera por las noches. El tejado de la iglesia de San Nicolás estaba atestado, por aquella época, de aves con crías y la ventana de mi habitación quedaba justo a la misma altura de su cubierta.

Entre la iglesia y mi ventana, el estrecho callejón peatonal tenía un eco fantástico. A pesar de vivir en un quinto piso podía escuchar las conversaciones de los viandantes por las noches como si yo misma estuviese caminando a su lado. Y los fines de semana el ruído se multiplicaba por diez.

Tres campanarios rodeaban nuestra vivienda. Uno justo en frente, otro en la acera opuesta del mercado y el tercero en la plaza del ayuntamiento, a menos de cien metros de distancia. Las horas puntas se convertían en un repiqueteco a tres voces. Los minutos nunca iban a la par.

Y… ¡qué decir de los camiones de basura!, con su extraordinaria delicadeza cuando se trataba de mover los contenedores y abrir las tapas, bien entrada la madrugada.

Con el tiempo acabé por acostumbrarme y terminó gustándome vivir en la ciudad. Me dejé atrapar durante varios años en esa adoración que sentía mi madre por la urbe y la hice mía. Dejé de reparar en los graznidos de las gaviotas, el sonido de las campanas, los traqueteos de los contendores y los gritos de la gente con varias copas de más. Durante once años relegé al olvido la vida campestre.

Pero el universo tenía otros planes para mí. Aquella casa, vacía durante años, estaba esperando llenarse de vida. 18 años después de haber salido de ella, con lágrimas en los ojos, volvía a ser mi hogar.

A pesar de que nunca tuve demasiado trato con mi padre siempre lo sentí muy cercano a mí. Con el tiempo descubriría que él era mi MAESTRO. En términos de transgeneracional 6 meses exactos separan nuestras fechas de nacimiento, la suya, un 20 de diciembre, la mía, un 20 de junio.

39 años entre ambos. ¿Cómo puede ser que yo, a esa misma edad, empezase a cuestionarme toda mi vida?, ¿casualidad?, no creo en ellas. Más bien «causalidad». Sus enseñanzas empezaron a llegar a mí a partir de ese momento.

Hoy, conscientemente, repito infinidad de comportamientos suyos. Hoy, conscientemente, sé que el fin de dicha reproducción es la reparación.

Mi madre aborrecía las visitas. Su excusa: que la gente sólo quería venir para cotillear. Mi padre, sin embargo, siempre tenía la puerta abierta, como un gesto de invitación a que cualquiera que lo desease entrara a charlar con él. Y así era. Yo sigo con la tradición y mi puerta siempre está abierta a quien quiera entrar. Y durante un tiempo mi casa sirvió de alojamiento a huéspedes de todas partes del mundo.

Lo que antaño fue su taller de carpintería hoy alberga una cocina, un gran salón, una biblioteca y una habitación que mi hijo mayor eligió como suya. Donde hoy me siento a leer, hace cuarenta años, observándole en silencio, aprendí a amar la música. Si cierro los ojos puedo escucharle silbando las canciones que sonaban en su pequeño transistor, siempre encendido, mientras lijaba, torneaba o martilleaba.

Sin ni siquiera proponérselo me transmitió su pasión por la madera. Hoy camino descalza sobre una cálida alfombra de jatoba  y las vigas teñidas de cerezo vigilan nuestros sueños.

En mi memoría puedo oler el serrín de los listones recién cortados, el barniz empapando la madera, la cola esperando secarse para juntar dos piezas, o el disolvente limpiando los pinceles. Recuerdo el saco lleno de serrín, su tacto y cómo jugaba con él cuando estaba lleno como si fuese arena. Puedo escuchar el sonido de la sierra cortando los tablones, el martillo golpeando los clavos, las gubias dando forma a la madera mientras ésta giraba en el torno. Puedo ver el lugar exacto donde guardaba todas y cada una de sus herramientas.

Cuando, tras su muerte, mi madre montó un rastrillo para vender todas sus herramientas sentí una gran pena. Era como si, en cada una de las herramientas, los compradores se estuviesen llevando un pedacito de mi padre. Deseaba quedármelas todas para mí. Conseguí salvar un taladro, algunos útiles de mano y una pequeña caja de color verde. Hoy guardo en ella los tornillos, tuercas, clavos y brocas que utilizo para mis chapuzas.

El verde era el color favorito de mi padre. Todas sus cosas eran de ese tono. Nuestro coche, inicialmente azul, terminó siendo de color verde lechuga. Se compró una bicicleta de ese mismo color. Todas las herramientas que fabricaba él mismo, el torno, la bomba para barnizar, el banco de trabajo, la mesa para la sierra circular, los bancos que había hecho para el jardín… terminaban siendo del mismo color. Hasta la cajetilla del tabaco que fumaba, Record, era igualmente verde.

Por ese motivo, no me sorprende en absoluto que sea, también, el color favorito de mi hijo mayor. Ni que haya elegido como suyo un espacio donde antaño mi padre tenía su taller.

Mientras los recuerdos vienen a mi mente, la luz de la luna llena inunda mi habitación. Fuera únicamente se escuchan grillos. En breve el gallo anunciará el amanecer.

Gracias por haberme traído de vuelta al hogar.

Te quiero, papá.

«Cuando bebas agua, recuerda la fuente»

Proverbio chino

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