Hace casi 100 años mis abuelos vivían en una pequeña casa de aldea, situada a escasos 20 kilómetros de donde yo resido hoy en día. Aquella casa, diminuta, albergaba en escasos 100 metros cuadrados una cuadra para cerdos, vacas y un par de burros, una zona para los aperos de los animales, un horno de piedra y una cocina de leña, un almacén para guardar la cosecha del campo que compartía espacio con el lugar destinado a dormir y una pequeña buhardilla donde estaba la cama, hecha con paja, de mis abuelos.
Recuerdo entrar en aquella casita de niña, ya no habitaba nadie allí por los años 70, dos décadas antes, rondando los años 50, con mucho esfuerzo, construyeron otra casa más grande en frente de esta para dar cabida a los 9 miembros que tenía la familia y todos se trasladaron a esta, dejando vacía la anterior.
A mi me gustaba curiosear entre las montañas de polvo. Abría la puerta de doble hoja, que siempre estaba accesible, y entraba en otra época. Paseaba por la cocina, donde había una diminuta ventana que daba a la calle sobre un fregadero tallado en una piedra natural. Un grifo traía el agua de una pequeña fuente cercana, sólo salía agua fría.
Al lado, una gran mesa de madera, vieja, raída y carcomida por el paso del tiempo. Me imaginaba a 7 niños pequeños sentados a su alrededor, mientras mi abuela cocinaba el pan en el horno que había al lado o asaba castañas. Mi madre me contaba cómo solían recoger los frutos del castaño cada vez que paseaban por el bosque, eran un manjar para la época de la postguerra y la escasez.
Levantaba un viejo arcón, que antaño guardaba las salazones de la carne, procedentes de la matanza del cerdo, que daba alimento a la familia durante todo el invierno. Ahora se había transformado en el hogar de los conejos que mi tía criaba, igualmente, para sustento de su familia, de tan sólo 4 personas.
En la entrada, bajo unos colgadores llenos de herramientas agrícolas, se encontraban las piaras para los cerdos, ahora eran el hogar de las arañas. Antaño, los lechones compartían el estrecho pasillo con la familia.
Un paso más abajo estaban las cuadras, situadas justo debajo de la habitación común donde dormían todos los niños, para que los animales generaran calor hacia la planta de arriba. En un lateral de la habitación había un retrete, sin conexión de agua. Puedo imaginar cómo los pequeños se sentaban sobre él y lo que salía de sus vientres caía directamente en la planta baja, sobre la paja de la cuadra. Quién sabe si sobre alguno de los animales que allí descansaban.
Recuerdo la oscuridad de aquella humilde morada, sólo tres pequeñas ventanitas dejaban entrar la luz del día, una en la cocina, otra en aquella habitación parte dormitorio, parte retrete y parte almacén, y otra más chiquita todavía en la buhardilla donde dormían mis abuelos.
Un hogar lleno de tristeza, de penurias y de escasez. Podía sentirlo caminando entre aquellas paredes de piedra. Podía imaginarme cómo se acurrucaban siete niños pequeños entre ellos, sobre unos colchones de tela gruesa y áspera rellenos de paja, cómo sus piececitos se enlazarían los unos con los otros buscando el calor en las frías noches de invierno, en aquella casa sin más calefacción que la generada al cocer el pan en el horno o con el aliento y los excrementos de los animales.
Puedo imaginar cómo olería aquella casa, sería una mezcla entre el olor a pan recién horneado y el «estrume» para los animales. Hoy, un siglo después, cuando vuelvo la vista atrás y veo cómo vivo yo pienso que soy inmensamente afortunada.
Disfruto de una casa enorme, triplica en espacio aquella en la que creció mi madre, rodeada de árboles frutales y espacio donde poder jugar y disfrutar, con calefacción, duchas de agua caliente, camas grandes, espaciosas, cómodas y con sábanas suaves y limpias, una cocina con un horno que en segundos está caliente, con animales que viven en su propio espacio, con tantas y tantas comodidades que no hace tanto, para mucha gente, eran impensables.
Y me siento agradecida por la familia que he tenido, porque mis abuelos, con su esfuerzo, lograron sacar adelante a siete de sus 9 hijos, uno de ellos mi madre. Y por mis padres, que en la época de la postguerra decidieron hacer las maletas y emigrar a un país extranjero, sin saber ni una palabra del idioma, en pro de una vida mejor para mí, su hija.
Hoy yo tengo la fortuna de que mis hijos vivan con una tremenda abundancia, comparando su vida con la de mis abuelos, disfrutando de cosas que, a ojos de muchos pueden resultar básicas, pero para mí, son un lujo.
Por todo ello agradezco la familia en la que nací, la familia que escogí para venir a este mundo, porque gracias a ella aprendí, entre otras muchas cosas, el valor de la compasión, la humildad, la sencillez y el poder apreciar los pequeños placeres de la vida.
Como poder escribir este pequeño relato sentada en el porche de la que ahora es mi casa, tomando el sol y con unas magníficas vistas, mientras bebo un té de canela y escucho los gorriones piar y a mis patos chapotear en su estanque, agradeciendo que si yo estoy hoy aquí, es gracias a todos mis antepasados, agradeciendo que mis hijos puedan vivir en la abundancia, porque, en realidad, esta vida que tienen es, ciertamente, abundante.
«Cuando bebas agua, recuerda la fuente»
Proverbio chino