Creo firmemente que son los animales los que elijen a sus dueños, en vez de ser a la inversa. Igual que los hijos escogen a sus padres, son nuestras mascotas las que deciden compartir su vida con nosotros para enseñarnos grandes lecciones.
Briksdal llegó a mi vida hace casi 16 años. La primera vez que lo ví en aquella tienda de animales era un cachorro alegre y juguetón con una cotización al alza. Un cartel pegado en el cristal marcaba nada menos que 90.000 pesetas!!, una burrada pensé para mí misma. Por mucho pedigree que tuviera el animal, era un precio desorbitado.
No fuí la única que pensó así. Pasaron los meses y cuando ya me había olvidado de aquel spitz peludo y blanco como la nieve, la casualidad me llevó a pasar de nuevo por delante de la misma tienda. Ya no era un cachorro, había transcurrido más de medio año y el pobre seguía en la misma jaula. Había perdido la frescura y la alegría que irradiaban sus ojos la primera vez que le había visto. Ahora yacía tumbado. Cansado, con la mirada triste y perdida, esperando que alguien se apiadara de él y se lo llevara a casa.
Aquel cartel que pedía la friolera cantidad de 9 billetes azules estampados con la cara del joven príncipe había sido sustituido por uno fluorescente en señal de rebajas. Como si la vida de un ser vivo se pudiese poner de saldo. Recuerdo haber sentido una tremenda lástima por el animal, sacar de mi cartera los billetes de color morado necesarios para pagar aquella “oferta” y, tras acariciar al animal y darle unos cuantos mimos, salir con él por la puerta.
Siendo niña había tenido un perro pequeño con un nombre salido de la serie de moda: Lassie. El animal no tenía nada que ver con el de la gran pantalla. Era un can palleiro, de tamaño pequeño y con los caninos inferiores sobresaliendole por encima del labio. Le había puesto aquel nombre porque a mí, en realidad, me gustaban los collies. Adoraba los perros de tamaño grande y pelo largo, y ya que no podía tener la raza que me gustaba, me conformé con el nombre.
El pobre Lassie vivía encadenado a una caseta de color blanco que mi padre le había construido porque mi madre no quería que le estropeara el jardín ni que entrara dentro de casa. Casi fulminó a su amiga con la mirada el día que se presentó en casa con aquel cachorro para mí. Aquella amiga sabía de mi devoción por los animales y de mi soledad y pensó que aquel animalillo me haría un poco más feliz.
Pero mi felicidad duró poco. Un día Lassie se escapó y una vecina llamó al timbre a las pocas horas para decirle a mi padre que estaba muerto al lado de su casa. Todo indicaba que una moto le había atropellado a propósito. Juegos de adolescentes aburridos a carreras sobre sus Riejus.
Aún recordaba aquel día, observando desde la ventana del salón como mi padre se dirigía a por mi mascota para enterrarla. No me permitió verlo. Cavó su tumba al lado de donde lo encontró y yo nunca me pude despedir del que fuera mi compañero de juegos durante apenas unos meses. Jamás volví a tener un perro hasta aquel día. Corría el mes de julio del año 2002.
Cuando puse un pie fuera de la tienda el panorama se volvió desalentador. El pobre animal apenas sabía caminar, demasiado tiempo encerrado en una jaula, quién sabe cuándo había sido la última vez que le habían sacado a pasear, si es que alguna vez lo hicieron. La motricidad de sus patas estaba seriamente dañada. No era capaz de subir un escalón ni el bordillo de una acera.
Afortunadamente mi casa tenía una rampa para minusválidos y fué la salvación del animal hasta que perdió aquel pavor a los desniveles, varios meses después. También tardó semanas en solucionar el grave problema que tenía de ansiedad de separación. Era cerrar la puerta del piso y empezaba a llorar, morder y destrozar todo lo que encontraba a su alcance.
Con paciencia y tiempo dejó de tener ansiedad y se acostumbró a la rutina de mi horario. A quedarse solo durante horas y a recibir mimos cuando yo regresaba a casa. Recuerdo aquellos tiempos con nostalgia. Yo aún no tenía hijos y toda mi dedicación se volcaba en él. Bañaba y acicalaba su larga y blanca melena una vez al mes, y venía de paseo conmigo fuese a donde fuese. Y él esbozaba una enorme sonrisa de oreja a oreja y levantaba la cabeza cada poco buscando mi mirada y mostrándome lo contento que estaba por poder acompañarme.
Su pasatiempo favorito era sacar la cabeza por la ventana del coche y dejar que el viento le despeinase. El segundo: correr por la playa como un loco y zambullirse en el agua del mar. Si cierro los ojos puedo escucharle ladrar y ver como se echaba a galopar cual caballo desbocado nada más soltarle la correa.
Pero ocurrió que, con el tiempo, devení madre. Y él pasó a un segundo plano. En un intento por mitigar su soledad me hice con una hembra de color negro, Kjenndal, pensando que así se sentiría más acompañado y tendría con quien jugar ahora que yo no podía dedicarle tanto tiempo como antes.
Kjenndal se había criado en una casa. Nada de jaulas ni tiendas de mascotas. Así que su carácter era completamente opuesto. Territorial, gruñona e imposible de sacar a pasear, ni con correa ni sin ella. Ansiaba su libertad. Lo cual lejos de facilitar las cosas las empeoró aún más.
Con Briksdal resultaba muy fácil ir de paseo, pero con Kjenndal era misión imposible. Ladraba a todo lo que se movía e iba tirando constantemente de la correa. Así que en vez de venir con nosotros de paseo (conmigo y un bebé) se quedaban los dos en casa y sus salidas se limitaban, la mayoría de las veces, a bajar al parque que había al lado de casa, tres veces al día para hacer sus necesidades.
En noviembre de 2010 nos mudamos de la ciudad al campo. Y las cosas cambiaron. Aunque si me paro a pensarlo honestamente, no para bien para ellos. En el piso tenían su cesta mullidita y calentita. Un puff en la galería del salón era su lugar favorito desde donde observaban todo el trajín de la calle cuando estaban en casa. Dormían en nuestra habitación y compartían todo nuestro día a día.
Pero en una casa de campo enorme, con jardín y tres niños pequeños, la carga de trabajo hizo que pasaran a vivir afuera. Sí, fué un destierro en toda regla.
Recuerdo un día de diciembre en que llovía a cántaros. Una buena amiga me había regalado una preciosa caseta donde cabían los dos más que holgadamente. El tejado del porche aún no estaba colocado y a ellos les gustaba estar cerca de nosotros, así que la habíamos colocado justo al lado de la entrada. Aparte, a escasos metros tenemos un alpendre que hace las veces de trastero, con espacio más que suficiente para campar a sus anchas. Pero ninguno de ellos quiso guarecerse de la lluvia. Se quedaron los dos empapándose con el chaparrón y esperando a que les abrieramos la puerta de casa para dejarles entrar. No lo hice. Y aún hoy recuerdo con exactitud su mirada y yo dándome la vuelta para evitar pensar en ello. ¡Qué egoísta fuí!.
Pasaron los años y llegaron más animales a compartir nuestras vidas. Gatos, gallinas, patos, ratones, peces, tortugas, periquitos, agapornis y geckos. Y con cada nuevo animal había menos tiempo para ellos. Todos requerían cuidados, por mínimos que fueran. Y sólo un adulto para ocuparse de cada uno de ellos era demasiado trabajo.
Un día me di cuenta de que era un sin sentir tener tantos animales. ¿Qué carencia estaba intentando llenar con su compañía? fué la pregunta que me planteé. Así que empecé el proceso inverso de deshacerme de ellos. Y en apenas unas semanas encontré nuevos hogares a buena parte de esas mascotas para liberar mi carga de trabajo. Me quedé con media docena de patos y gallinas, 4 gatos y los perros, lo cual supuso un inmenso alivio. Pero aún así el día sólo tiene 24 horas y, los perros siempre quedaban al final de la lista.
Hace no mucho una tarde, mientras estaba sentada en las escaleras de mi jardín tomando un té y mis dos perros se acercaban a mi para robarme unas caricias, empecé a pensar que no recibían el cariño que se merecían. Mis hijos no sentían especial afecto por ellos, supongo que yo les transmití mi pasión por los gatos y preferían arrullar a las bolas de pelo que se dejaban coger en el colo con suma facilidad, que acariciar a Briks y Kjenndal, a pesar de que ser tanto o más cariñosos que los felinos.
Un sentimiento de tristeza me inundó. ¿Qué les estaba transmitiendo yo? porque su actitud era una imagen de algo aprendido de mí. Yo misma los ignoraba así que ¿cómo iban a ser ellos cariñosos si su madre había dado paso a la indiferencia?.
Desearía haber tenido más tiempo para reflexionar sobre ello y haber tomado las medidas adecuadas. Lamentablemente no fue así. Briksdal había envejecido a pasos agigantados durante el último año. En los últimos meses se quedó sordo, su hernia había crecido a pasos agigantados, le costaba caminar y su fatiga hacía que no se alejase mucho de la entrada para hacer sus necesidades, con lo cual era difícil no dar un paso al salir de casa sin terminar con algún regalo suyo bajo la suela de nuestros zapatos.
Pero lejos de aplicar con él la compasión surgía en mí la rabia por tener que hacer frente a más trabajo. Hoy desearía poder volver el tiempo atrás y borrar los azotes, por pequeños que fueran, que le propiné cuando le pillaba levantando la pata en la puerta de la casa. Debería haber sido capaz de ver más allá y darme cuenta de que le costaba irse a la parte de abajo del jardín y haberle increpado de otro modo más piadoso.
Pero el tiempo jugó en mi contra. Supongo que me había dado ya bastantes oportunidades que no supe o no quise ver. El sábado empezó a encontrarse mal. Le puse su cesta en la cocina pero se levantó y se dirigió a la puerta. Prefería estar fuera, así que le abrí la puerta y le dejé salir. Se dirigió a una esquina del jardín y se tumbó en la hierba a descansar. Y decidí no molestarle más.
El domingo por la mañana, mientras desayunaba, me fijé en que respiraba con dificultad. Salí a junto de él y noté que quería levantarse pero sus piernas apenas tenían fuerza. Nuevamente intenté dejarle dentro pero la cesta le resultaba incómoda, quería incorporarse y el plástico hacía que la manta se resbalase. Le saqué de ella y le coloqué con suavidad en el suelo, pero sus patitas patinaban y estaba incómodo.
Miraba hacia fuera. En el fondo sabía que aquel era su sitio, y no dentro, y quería ir a su lugar, al jardín donde había pasado los últimos 6 años de su vida. Así que le abrí la puerta. Salió y se tumbó en su esquina favorita, al lado de la entrada. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Lo intuía. Y no me equivoqué.
Allí fué donde se marchó. En el mismo lugar donde aquella tarde de invierno me miraba pidiéndome que le dejara entrar se despidió de mí. Las lágrimas empezaron a salir de mis ojos mientras le abrazaba y le decía «lo siento», dándome cuenta de que ya era demasiado tarde para enmendar todos los errores que había cometido con él.
Cuando conseguí tranquilizarme me dispuse a cavar su tumba. Primero pensé en un rincón del jardín pero justo cuando mi pie empezaba a empujar la pala me lo pensé dos veces. Él se merecía descansar en otro lugar. Así que elegí el mejor sitio del jardín. Uno que veo desde la puerta cada vez que entro y salgo de casa. Un espacio para contemplar cada vez que me siente en las escaleras a tomar mi té y a reflexionar. Y que, cada vez que observe su sepultura, y vea la planta de flores azules que la adorna, recuerde que la compasión debe de ser una prioridad en mi vida.
Lo siento, te amo, perdóname, gracias, Briksdal.
«La compasión sólo es posible
cuando la comprensión está presente»
Thich Nhat Hanh