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La sonrisa del vagabundo

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Salió de casa. Tenía que hacer la compra semanal y se dirigió al supermercado. Era muy temprano y acababan de abrir la tienda. Entró y fue repasando la lista que llevaba, cogiendo de los estantes lo que necesitaba. Era una compra pequeña y no tardó mucho en meter en el carro lo que había en el papel. Se dirigió a la caja para dar por finalizada su visita al supermercado. Pagó y salió del establecimiento.

Había aparcado justo delante de la puerta. Abrió el maletero de su coche y se dispuso a meter dentro su compra. Una gitana un poco más mayor que ella la observaba con detenimiento, sentada al lado del compartimento de los carritos. Supuso que esperaba el momento perfecto para acercarse a ella y pedirle limosna.

Sus miradas se cruzaron y ella le dedicó una sonrisa que la mujer le devolvió con amabilidad. Ese gesto le proporcionó la excusa perfecta para poder dirigirse a ella. Comenzó a hablarle con voz baja en un tono cordial. Le preguntó si tenía hijos y cuántos. Ella le contestó mientras seguía colocando las bolsas en el maletero de su vehículo.

Supuso que sería aburrido estar durante horas allí sentada pidiendo limosna y soportando el desprecio de algunos o la indiferencia de otros. Alguna vez se había parado a observar, desde la distancia, cómo la gente se comportaba ante estas buenas personas que decidían dejar su orgullo de lado para pedir limosna a la salida de alguna tienda.

La mayoría solían ignorar su presencia. Una pequeña minoría les dedicaban una mirada de disculpa en plan “lo siento pero no tengo nada”, y otra mínima parte se acercaba para dejar alguna moneda en el vaso de plástico que sujetaban en señal de petición.

Recordó que cuando era niña y paseaba por la Calle Real con su madre había sentido su rechazo a este tipo de gente. A pesar de que su madre era una mujer generosa y hacía obras de caridad, compartiendo lo poco que tenían con algunas familias menos afortunadas que iban por su casa pidiendo limosna, sentía cierta resistencia ante la gente que pedía por la calle. Recordó haberla escuchado quejarse en alguna ocasión, tras pasar delante de una de ellas, insinuando que pedían porque no querían ir a trabajar.

Y aquella creencia la hizo suya durante muchos años. Recordó que, en innumerables ocasiones, ella misma había actuado de aquel modo, desviando su camino unos pasos para evitar un encuentro fortuito, o volteando su cabeza para esquivar una mirada y soltar una excusa que sabía que era mentira.

Pero el juicio había dejado paso a la compasión. Sintió las palabras de aquella mujer de un modo diferente. Antes las habría percibido invasivas, pedigüeñas. Ahora las recibió con amor y gratitud. Pensó que aquella charla con una desconocida amenizaba la tarea de trasvasar las bolsas del carro al coche. Y sintió más agradecimiento todavía.

Cuando terminó abrió su cartera y rebuscó una moneda. La colocó dentro del recipiente plástico que asía la mujer y le deseó que tuviera un buen día. Ella le devolvió los buenos deseos, haciendo partícipes de los mismos a sus desconocidos hijos, y se despidieron con una sonrisa. Mientras conducía de vuelta a casa volvió a sentir gratitud por todos los agradables cumplidos con los que aquella desconocida la había obsequiado momentos antes.

Aquella misma tarde volvió a revivir la situación con otra mujer. Una anciana. Mientras esperaba para recoger a su hijo mayor de clase de robótica, sus otros dos hijos jugaban en una pequeña plaza en frente de la academia.

Estaba tan abstraída que ni siquiera había reparado en la presencia de la octogenaria, sentada en un banco, hasta que la escuchó dirigirse hacia uno de sus hijos. Correteaban ajenos a todo por la plazuela y, en un momento dado, la mujer sintió que debía advertir a la pequeña sobre que tuviera cuidado para no caerse.

Entonces la anciana se levantó y se dirigió hacia ella y le preguntó si tenía una moneda. Le contestó que no, lamentándolo. Había dejado su bolso en el coche, a escasos metros de donde estaban. A la mujer parecía interesarle más tener un poco de charla que la limosna. Y encontró en sus hijos la excusa perfecta para olvidarse por un momento de su soledad.

Por segunda vez en el mismo día, una desconocida empezó a interesarse por sus pequeños. Esta vez, aprovechando su presencia, les preguntó sus nombres directamente a ellos. Con la naturalidad de un niño, le contestaron educadamente y siguieron con su juego, ignorando por completo la petición que había hecho a la más pequeña de un beso. Decirle su nombre era una cosa pero regalar un beso a una desconocida eran palabras mayores.

Mientras la anciana lamentaba su fracaso ante la tentativa de robarle a un angelito un pedacito de cielo, ella sintió compasión. Vio en sus ojos que a pesar de que pedía limosna lo que mendigaba era un poquito de amor.

Justo en ese momento su hijo mayor salió de sus clases. La mujer, dándose cuenta de que su conversación tocaba a su fin se adelantó a decir que iba a ir hacia el otro lado del pueblo a pedir, a ver si tenía más suerte por allí. Pero aprovechó el revuelo de sus tres niños para hacerle una última pregunta antes de dirigir sus pasos hacia su destino: “¿tú… me darías un beso?”, le preguntó con una sonrisa arrugada.

Le regaló no uno sino dos. Y un fuerte y cálido abrazo. Mientras su brazo derecho acariciaba la espalda de aquella desconocida pudo sentir su soledad y alargó su gesto hasta que la mujer sintió que había recibido lo que necesitaba y comenzó a alejarse. Su andar era lento y torpe, lo cual a ella le dio tiempo para dirigirse a su coche y rebuscar una moneda en su bolso. Echó una pequeña carrera y se la ofreció a la anciana, deseándole, con una sonrisa, que tuviera un buen día. La mujer le devolvió el gesto y siguió su camino en sentido contrario.

Se subió al coche. Encendió el motor y, tras comprobar que todos sus hijos tuvieran el cinturón bien puesto, emprendió el camino de vuelta a casa. Apenas había conducido unos metros cuando otra anciana llamó su atención.

Esperaba encorvada, pacientemente en la acera, a que el semáforo se pusiera en verde para poder cruzar. Iba cargada con dos bolsas de supermercado y, aunque su coche tenía preferencia, sintió como su pie pisaba el freno para cederle el paso. Movió la mano desde el interior indicándole que cruzara. La mujer, dubitativa, comprobó el semáforo, todavía en rojo para los peatones.

Pero la carga, demasiado pesada para su edad, la animó a aceptar su sugerencia y se saltó las reglas, apurando a cruzar por el paso de cebra. Detrás de ellos, un conductor impaciente empezó a tocar el claxon en señal de protesta.

Esperó a que la mujer estuviera a salvo en la otra acera y soltó el pie del freno, retomando su camino. Por el espejo retrovisor pudo ver cómo dentro del coche de atrás, el conductor seguía gesticulando con cara de enfado.

De repente una pregunta la sacó de su quietud.

Mamá, ¿por qué de repente te has vuelto tan generosa con los desconocidos?”, le cuestionó su hijo mayor desde el asiento del copiloto.

Bueno, contestó ella, creo que llevo demasiado tiempo prestándome atención a mí misma y, quizás, es hora de pensar primero en los demás”.

Y mientras decía esas palabras siguió con su mirada a la anciana, que apresuraba su paso paralela a su coche.

Mamá, dijo la más pequeña desde el asiento de atrás, seguro que así la viejecita llegará antes a su casa y podrá descansar más pronto. Esas bolsas parece que le pesan mucho”.

Desde luego mi amor”, le contestó.

Mientras decía aquellas palabras, en su interior sintió que podía haber hecho algo más por aquella anciana. Podía haberse bajado del coche y ayudarla a llevar la compra hasta su casa. Pero siempre habría una próxima vez.

Aquella noche sintió una enorme gratitud por todas las muestras de afecto que había recibido. Había sido un gran día.

«Mi meta no es ser mejor que nadie,
sino ser mejor de lo que solía ser»

Wayne Dyer

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