Nuestra vieja piscina hinchable pasó a mejor vida a finales del verano pasado. Tras ocho largos años haciendo las delicias de los niños, desde principios del mes de junio hasta casi el mes de octubre, le llegó el momento de la jubilación.
Y es que tres niños, unos cuantos patos furtivos, que aprovechaban el más mínimo despiste para colarse dentro de ella, y unos cuantos gatos subiéndose al borde a beber agua fresquita cuando el calor acechaba, pudieron con el plástico azul de la lona y el donut de aire que soportaba todo el peso del agua.
Así que después de casi una década de uso, al terminar el estío la llevamos, con bastante pena, al punto limpio imaginando que, quizás en su nueva vida reciclada, serviría para generar, por lo menos, tantas sonrisas y buenos momentos como los que nos brindó a nosotros.
Ahora, con la nueva temporada de baño iniciada, tocaba hacerse con una sustituta. El requisito indispensable de la sucesora era que fuese profunda, o sea, que se pudiese bucear en ella, porque, la verdad sea dicha, la anterior a mi me llegaba por el ombligo y sus escasos tres metros de diámetro no daban para sumergirse demasiado. En las cabecitas de mis niños predominaba un modelo concreto: una piscina «de tierra», o sea, una de obra.
Sin que a mi me diera ni siquiera tiempo a contestar se pusieron a disponer cuál era el mejor lugar en el jardín para cavar el agujero y las dimensiones que debía de tener. Lo único con lo que no contaron fué con la parte monetaria, como niños que son. En su imaginación todo es posible.
Aprovechando que se marchaban a pasar unos días con su padre, yo me puse manos a la obra, teniendo en cuenta las limitaciones de nuestro jardín y, sobre todo, las de mi bolsillo, un tanto más ajustado que el terreno donde habían planificado su ubicación.
Mi presupuesto me permitía llegar a un modelo superior de las típicas piscinas desmontables que el que habíamos tenido antes. Uno tubular que admitía una altura de 1,22 metros. Si a mi el agua me llegaba al cuello ellos podrían bucear con bastante holgura.
El otro obstáculo con el que los niños no habían contado era la nivelación del jardín. Lógicamente, pues para su proyecto de obra eso se salvaba con una excavadora. Pero, una vez descartada esa opción, a mí sólo me quedaba una zona de unos escasos 3×5 metros para montar la nueva piscina.
Así que, una vez analizada la situación me embarqué en la búsqueda de una que encajara perfectamente tanto con las dimensiones de ancho, largo y, sobre todo, profundidad, y con mi presupuesto, lo cual no me resultó nada difícil pues yo tengo claro que una vez que defines algo con precisión en tu mente, el Universo conspira para que se haga realidad.
Y ¡voilá!, había una que se ajustaba exactamente en un catálogo que había cogido en la tienda de bricolaje de al lado de casa. Así que allá me fuí a por ella. Pero claro, yo me había centrado en el modelo únicamente, no en la disponibilidad del mismo en la tienda. Lo cierto es que salí de casa con la duda acechandome por encima del hombro. Ya estábamos entrando en la segunda semana de julio, fechas en las que estas ventas se disparan y las tiendas suelen quedarse sin stock al poco tiempo.
Dicho y hecho. No quedaba ni una sola unidad ni había posibilidad de pedirla en la central. Mi gozo en un pozo. Salí de la tienda bastante chafada pero cuando llegué a casa me propuse que la encontraría en otro lugar.
No tardé demasiado en hacerlo, apenas unos minutos de búsqueda por internet me llevaron a localizar el mismo modelo en una gran superficie de la ciudad. Quedaba únicamente una unidad. Como la tienda estaba a escasos 4 kilómetros de casa decidí llamar por teléfono para cerciorarme de que tenían existencias y así poder pasar a recogerla.
Para mi sorpresa resultó que, efectivamente, les quedaba una, tal y como constaba en su página web, pero estaba reservada. Aunque no se la habían abonado habían dado su palabra de separarla hasta el sábado. Si a última hora de ese día no habían pasado a recogerla, me la podrían vender a mí el lunes pero no antes. Segundo chasco.
Colgué el teléfono un tanto malhumorada. Por un instante me asaltó el pensamiento de que si estaba reservada deberían haber modificado el stock en su página web y que si hubiera cursado el pedido online en vez de haber llamado quizás la respuesta de la tienda habría sido otra. Sin embargo me di cuenta al momento de lo absurdo de dicha perrencha mental. Eso sólo me llevaría a gastar energía inutilmente, quejándome, cuando podía emplearla de forma más positiva enfocándome en buscarla en otro lugar.
Así que volví a introducir los datos del modelo en cuestión en san google y tras unos minutos de búsqueda localicé una tienda en la capital que decía tener unas cuantas unidades disponibles. Cursé el pedido y decidí esperar y olvidarme del tema durante el fin de semana, ya que eran las ocho de la tarde del viernes y el establecimiento estaba cerrado hasta el lunes.
Comenzó la semana y como el primer día no recibí ni siquiera la confirmación del pedido que había realizado el viernes, decidí enviar un correo preguntando por el estado de mi encargo, ya que, supuestamente, ofrecían servicio de entrega en 24 horas.
No había transcurrido ni una hora cuando recibí una llamada de la dependienta que me informaba de que, lamentándolo enormemente, no disponían de ninguna unidad en la tienda para poder realizar el envío. Estaban a la espera de un recibir una entrega en la que tenía que llegar ese modelo específico pero había más personas interesadas en él antes que yo, por lo que era bastante probable que me fuera a quedar sin ella: la fábrica dejaba de servir mercancía a mediados de julio.
Al día siguiente me llamó de nuevo para notificarme que ese mismo día me harían la devolución del pago pues habían llegado sólo tres unidades y las servían por riguroso orden de pedido. Tercer planchazo.
Empezé a pensar que quizás, por alguna extraña razón, no debía comprar esa piscina, ¿debía resignarme y recibir a los niños a la vuelta con cara de «lo siento, este año toca ir a la playa» y estropear la sorpresa que había planeado?.
Sin embargo, cuando conseguí dejar de centrarme en el problema y pensar en la solución, la claridad me inundó y pude ver la respuesta de inmediato. Durante todo este tiempo de búsqueda había ido de tienda en tienda, física o virtualmente, con un pensamiento en mi mente. Ese pensamiento era «a ver si aquí…», y tanto, a ver, a ver, que no había ninguna.
Estaba más claro que el agua, había enfocado las cosas de forma equivocada. Sólo tenía que cambiar eso: un pensamiento, sustituir el «a ver si aquí» por un «AQUÍ SÍ» firme y rotundo.
Lo hice y, sin más, decidí entregarme al descanso repitiéndome mentalmente la frase: «la solución viene a mí» y dejando que el Universo obrara milagros.
¡Y vaya si lo hizo!.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba me vino a la mente el nombre de una gran superficie a 30 kilómetros de mi casa que tiene más de 2000 metros dedicados al camping, jardín, playa, terrazas y PISCINA.
Busqué el teléfono, marqué y directa y firmemente pedí que me pasaran con la sección de piscinas. Al otro lado del hilo una dependienta, bastante apurada por las ventas de la temporada, me tomó nota del modelo que buscaba. Me pidió que me mantuviera a la espera. Mientras lo hacía escuchaba de fondo sus pasos dirigiéndose al pasillo para comprobar si lo tenían. Unos segundos de silencio y, a continuación, su respuesta afirmativa confirmándome que tenía varias unidades a la venta.
Le dije que salía en ese mismo momento a buscarla, le di mi nombre y le pedí que me reservara una, diciéndole que tardaría media hora en llegar. Cuando colgué el teléfono no pude evitar gritar eufóricamente «SÍ, SÍ, SÍ». Lo había conseguido, con el poder de mi mente.
Apuré mi café, cogí las llaves del coche, el bolso, saqué las sillas infantiles del asiento trasero para hacer sitio y arranqué el motor en dirección a mi destino. Conduje todo el camino con una sensación de alegría en mi interior, con la música de la radio sonando a todo volumen mientras tarareaba las canciones.
Cuando llegué a la tienda dí mi nombre y una joven se apresuró a ir a buscar la piscina. Ya la tenían separada, me estaba esperando. Había estado allí todo este tiempo, aguardando a que yo fuera por ella, a escasos 30 kilómetros de casa. Y yo buscándola a 600. Sólo tuve que cambiar mi actitud, cambiar la duda por certeza y creer que la iba a encontrar. Y así fué. En el momento en que lo creí, sencillamente, se hizo realidad.
Pasé la tarde montándola y llenándola, todavía embriagada por la sensación de plenitud, de entusiasmo y de satisfacción. En silencio reflexioné sobre cómo cuando centramos nuestros pensamientos en nuestro objetivo, este, sencillamente, viene a nosotros. Recordándome que debo confiar más a menudo en este inmenso poder. Un poder que todos y cada uno de nosotros llevamos en nuestro interior.
Al día siguiente llegaron mis niños a casa. Apenas pude robarles un beso de bienvenida pues salieron corriendo hacia el jardín para ver si había piscina nueva. Y la sonrisa que me devolvieron cuando la vieron, la recordaré durante muchos, muchos años. Sobra decir que ni se acordaron de aquel proyecto que habían ideado días atrás sobre que fuese una «piscina de tierra».
«Hay dos formas de ver la vida:
una es creer que no existen los milagros
y otra pensar que todo es un milagro.»
Albert Einstein