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Conversando con mi coche sin decir ni mú

Mi coche y yo somos como dos viejos amigos. El me habla sin soltar ni una sola palabra, pero yo se muy bien qué es lo que me dice a través de lo que le ocurre.

La vez que más alto y claro se comunicó conmigo fue hace unos años, cuando estaba embarcada en una relación de pareja que yo sabía de antemano que no era la adecuada para mí, pero me resistía a abandonar, cegada, lo reconozco, por la parte física y por programas inconscientes todavía latentes en mi interior.

Había conocido a este hombre un año después de divorciarme. Era sumamente atractivo, alto, moreno, masculino y tenía una voz cautivadora. Todavía no he descifrado qué me pasa con las voces de los hombres, pero es algo que realmente me atrae sobremanera si tiene el timbre apropiado.

Yo jamás había tenido una relación con un hombre de tal belleza y me resultaba un enigma descubrir qué era lo que él veía en mí. Ahora soy consciente de que mi autoestima, en aquel entonces, estaba bastante baja. En cualquier caso, me sentía fascinada por él. Aunque debería decir, más bien: cegada. Deslumbrada por su envoltorio de papel brillante.

Pero no sólo me sentí atraída por la parte física. Su personalidad también me resultaba fascinante. Por un lado, estaba su creatividad: era escritor, pintor y compositor, y por otro, su mentalidad abierta al aprendizaje y al crecimiento personal. Podía pasarme horas hablando con él sobre temas que implicaban la indagación o escuchando sus relatos y viendo cómo evolucionaban sus obras. Algo que no había tenido en mi matrimonio. Ni la creatividad ni el compartir largas horas debatiendo temas en común.

Sin embargo, para ser honesta, debo decir que sabía, prácticamente desde el inicio, que mi relación con él no iba hacia ningún lado. Esta sensación de certeza en las relaciones me he dado cuenta de que ha estado presente siempre en todas y que nunca la he escuchado, dándome después los batacazos consiguientes por hacer caso omiso de lo que mi corazón ya sabía de antemano.

Este hombre buscaba en mí, únicamente, el apoyo que nunca había tenido para dar rienda suelta a su creatividad. Y yo me sentía estafada, algo que, de un modo u otro, ha sido una constante en la mayoría de mis relaciones de pareja.

Pero… ¿eran los hombres los que me estafaban a mi o era yo misma la que me estafaba apostando por relaciones que sabía que no me iban a dar lo que yo quería? Touché!

Espejito, espejito mágico, dime que ves reflejado y te diré lo que no quieres aceptar de ti misma.

Estafada porque yo aportaba todo lo que él necesitaba, pero no recibía lo mismo a cambio. Quiero decir que sentía que me utilizaba únicamente para subir su ego, para escuchar palabras de ánimo, de aliento para que trabajara en eso que tanto le apasionaba pero que, por miedo, jamás se atrevía a hacerlo de forma pública, pero luego, cuando ya tenía su dosis de autoestima lo suficientemente elevada como para ponerse con sus obras, me dejaba con un palmo de narices más sola que la una y se volvía a su casa, a 150 kms de aquí, donde se quedaba hasta que volvía a necesitar una dosis de inspiración para crear una nueva obra, momento en el que volvía a mí.

Cuando comencé a detectar y ser más consciente de este comportamiento, que para mí era bastante egoísta, decidí que era el momento de poner fin a dicha relación. Ya había pasado por algo similar en mi matrimonio, en el que, en vez de tener 3 hijos sentía que tenía 4, y no estaba dispuesta a volver a desperdiciar parte de mi vida, repitiendo la misma historia.

Otra vez volvía a ser el soporte del otro y mis necesidades quedaban relegadas en el cajón del olvido. Y comencé a distanciarme. Una estrategia que me he dado cuenta que ponía en práctica para evitar el enfrentamiento verbal, el ser honesta conmigo misma y decirle al otro, sin tapujos, lo que yo pensaba al respecto.

En vez de hablar optaba por volverme más fría y arisca buscando un desencadénate que llevara al final de la relación sin que yo tuviera que decir realmente lo que pensaba: “tío, eres un egoísta y siento que me estas utilizando”. (Bueno, yo estoy dejando que me utilices, debería decir, pero no quería reconocerlo).

Como él de tonto no tenía un pelo, comenzó a darse cuenta de que las cosas no iban por buen camino y que el fin de la relación estaba bastante cerca. Y un día, hablando por teléfono reconoció abiertamente que se estaba comportando de forma egoísta en la relación, al tiempo que me doraba la píldora diciéndome que yo era una “santa” por aceptar dicha situación. Ahí fue cuando me di cuenta de que había llegado el momento de poner punto y final, ya que eso de “soportar” no iba para nada con una atea confesa como yo.

Recuerdo que aquel mismo día, tras escuchar sus palabras, sentí que debí haberle respondido que tenía razón, que yo no me merecía todo aquel egoísmo y que no deseaba seguir adelante con la relación. Pero me callé. Y me sentí fatal por tragarme mis palabras. Recuerdo que estaba en mi cocina, sentada delante del acuario, mirando los peces que él tanto adoraba y que le habían llamado la atención el primer día que entró en mi casa.

Al mismo tiempo, ocurrió que llevaba tiempo poniendo toda su energía en un cuadro que a mi me encantaba, porque era justo todo lo contrario de lo que había dibujado hasta entonces. Sus obras, todas cargadas de tristeza y dolor, habían dado paso a un fondo de mar con peces de colores, arrecifes con brillo sumergido en las aguas color turquesa y una mezcla difuminada de la espuma del mar con los tonos anaranjados de una puesta de sol sobre la superficie del agua. Para mi era un claro reflejo de su estado de ánimo. Ahora tenía color en su vida y esa alegría la plasmaba en las escamas de los peces que salían de sus lápices. Sentía que su alegría tenía que ver conmigo.

Un día le enseñó aquel cuadro a mis hijos y, como no podía ser de otro modo, todos dijeron que les encantaba. No en vano el amor por el mar era algo que teníamos en común. Él no podía vivir alejado del olor de la salitre y en su casa tenía varios acuarios, aunque todos vacíos. Nosotros, igualmente adorábamos el aroma del mar y teníamos en nuestra cocina un pequeño acuario rebosante de vida que él adoraba contemplar durante largos ratos, envidiando el hecho de que los suyos únicamente albergaran un montón de polvo, guardados en su trastero.

Así que, un día, se le ocurrió la magnífica idea de decirles a mis hijos que aquel cuadro iba a ser para ellos, para que lo colgaran en la biblioteca y se deleitaran imaginando el baile de los peces entre aquellos corales al ocaso del día. Yo confié en su palabra, aunque no debí haberlo hecho. Permití que jugara con la ilusión de mis hijos. Y con la mía, pero me dolió más que permití que lo hiciera con ellos, unos niños inocentes.

Y, tal y como había intuido de forma acertada, jugó y yo permití que mis hijos perdieran.

Cuando dio por terminado el cuadro me dijo que venía a traérmelo para cumplir su promesa. Intuyendo el fin de la relación pensó que aquel regalo ayudaría para retrasar algo anunciado a voces. Pero en vez de eso ocurrió que “se lo olvidó” en casa. Y no sólo eso, sino que, para mi sorpresa, descubrí que el cuadro que iba a ser para mis hijos, que esperaban ansiosos el momento de poder contemplarlo, ya lo había enmarcado y colgado en casa de su madre antes de venir a verme.

Esperando una aprobación que jamás llegaría.

En realidad, debí abrir más los ojos y darme cuenta mucho antes del mensaje inconsciente de aquello que estaba reviviendo de nuevo en mi vida. “Casualmente” sus padres se llamaban exactamente igual que los míos. “Casualmente” su madre y yo éramos dobles.

Así que no era de extrañar que, aquella alegría que él sentía por los ánimos que yo le daba para que siguiera cultivando sus talentos, no tenía que ver conmigo sino con la aprobación inconsciente que él buscaba de su madre y, que como no la lograba (ya que su madre, lejos de aprobar lo único que hacía era criticar todas sus obras, lo cual tampoco era de extrañar ya que ella había relegado la pintura al cajón del olvido) la buscaba a través de mí.

En aquel momento decidí que la relación había llegado a su fin y se lo hice saber. Le dije que no estaba dispuesta a que jugaran conmigo y mucho menos, con mis hijos.

Pero él no estaba dispuesto a dejarme marchar, así como así. No estaba dispuesto a renunciar a esa aprobación que tanto necesitaba de su madre, plasmada en mí. Así que hizo todo lo posible porque yo le diera una segunda oportunidad.

Y yo, presa de la “lástima” que siempre he sentido con mis parejas, de esa sensación de “cuidar” de ellos, de ejercer ese papel de “mamá”, atrayendo siempre a mi vida hombres carentes de madres, decidí ceder.

Craso error. Me dejé “cegar” de nuevo por su masculinidad, por su brillo.

Y ¿qué ocurrió? Lo que siempre me pasa. Que cuando me niego a escuchar a mi intuición, viene el Universo y me da de bruces con una señal más clara que el agua.

El día en que acepté darle una segunda oportunidad, a sabiendas de que no era lo que debía hacer, tuve un accidente de coche. El único que he tenido en mi vida. El arreglo me costó 3.000€ de mi bolsillo, ya que mi póliza era a terceros y la culpa había sido mía (igual que en lo relativo a aquella relación: culpa mía no asumir mi responsabilidad haciendo lo que sabía que debía hacer). Aquello me costó caro. Muy caro.

Lo curioso de todo fue cómo se desencadenó el accidente. Y es que el Universo tiene una sutileza que me fascina cada vez más. Claro que ahora ya sé detectar las señales y cuando las veo venir le devuelvo una sonrisa a cambio, con la certeza de haber pillado el mensaje sin necesidad de pagarlo tan caro como en aquella ocasión.

El día que tuve el accidente eran las 2 de la tarde, acababa de salir de casa para recoger a mis hijos del colegio. El sol brillaba con fuerza en el cielo y me daba de frente mientras conducía, lo cual me obligaba a manejar con los ojos medio cerrados ya que no tenía gafas de sol graduadas.

Estaba a menos de un kilómetro de mi casa, conduciendo por una pequeña y estrecha pista por la que apenas pasan una decena de coches a lo largo del día. Mi velocidad ni siquiera llegaba a los 20 kilómetros por hora.

En un momento determinado giré hacia la izquierda para coger el desvío pertinente y el sol, impidiéndome ver que, justo en frente de mí, venía un coche en dirección contraria, tomando la misma curva del desvío, me ciega y me estampo de lleno con él.

Curiosamente, al otro coche no le pasó nada más que un pequeño rasguño en su defensa, pero el mío se quedó para el arrastre, a pesar de que iba pisando huevos, como se suele decir. Fue algo increíble.

¿O no?

Pues va a ser que no. Yo en realidad, también iba pisando huevos en mi relación: no aceleraba para largarme de ella como deseaba. Y dejé que el sol, que inconscientemente representa a la figura del hombre, me deslumbrara. Permití que mi pareja me deslumbrara y me pegué la hostia padre.

Aquel día fui consciente del simbolismo de mi accidente. De cómo el Universo me había dicho que, si seguía “conduciendo” en aquella dirección, iba a terminar accidentada. De que debía prestar más atención y no dejarme deslumbrar por la belleza exterior. Aquel había sido un aviso. Estaba claro que debía pisar el freno, ponerme unas gafas de sol bien oscuras y no dejarme cegar nunca más por el brillo de una baratija. Baratija que devolví, aquel mismo día, a la tienda del todo a cien.

Desde entonces mi querido Passat y yo nos hablamos sin decirnos ni una sola palabra. Y se escuchar todo lo que me dice con sus pequeñas averías o avisos.

La semana pasada comenzó a fallarme la marcha atrás. Empecé a tener problemas para poder meterla, sobre todo a la hora de entrar en mi casa, ya que maniobro metiendo el coche de culo en el aparcamiento para poder salir luego hacia delante con más rapidez.

Y me puse a reflexionar sobre qué me estaba intentando decir mi querido Volkswagen, con su color gris plata, igual que mis cabellos. Me di cuenta de que, unos días atrás había vivido una situación en la que había querido retractarme de algo que había dicho, pero no lo había hecho. Sentí que, en realidad, lo que me ocurría era que me costaba “dar marcha atrás” ante determinadas situaciones y me comprometí, conmigo misma, a no volver a hacerlo. Dicho y hecho, al día siguiente, la marcha atrás de mi coche volvía a entrar perfectamente.

Así que dime ¿tu coche te habla a ti también o sólo yo tengo este don para comunicarme con mi vehículo?

Louise Hay reconoció abiertamente en varios de sus libros que ella también prestaba atención a los mensajes que le transmitía su coche con las averías que presentaba. Leí incluso que tenía la intención de escribir un pequeño librito con el significado de muchas de ellas, aunque me temo que no llegó a realizarlo.

Quizás yo me anime a tomar el relevo de su idea desvelando el significado de los percances que se producen en nuestros autos cuando intentan enviarnos señales claras que necesitamos en determinados momentos de nuestras vidas.

Te invito a que, a partir de ahora, prestes atención a lo que tu coche te está intentando decir y le des una vuelta al mensaje que te envía el Universo. Quizás se te suelta la defensa delantera y tus defensas anden un poco bajas ante ciertas personas. Quizás se te estropea la calefacción y es porque vives un ambiente familiar un tanto frío. Quizás te rompen el espejo retrovisor y eso te impide ver lo que te viene por detrás…

Sea lo que sea, presta atención a tu vehículo. Te aseguro que se comunica contigo de formas muy pero que muy sutiles. Y, por experiencia, nunca se equivoca.

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