Un viento es el último adorno que cuelga en un rincón de mi hogar. Siempre sentí fascinación por estos artilugios y hoy, su tintineo se escucha en diversas estancias de mi casa.
Durante años me limitaba a imaginar que algún día el sonido de sus tubos llenaría mi habitación cuando los veía en alguna tienda. A pesar de que me llamaban tremendamente la atención nunca me atrevía a comprarlos. Era una de tantas cosas que me gustaban pero que no me permitía. La negación de mí misma en los pequeños detalles cotidianos. Al igual que la negación de mi forma de vestir.
Un buen día, una amiga mía, a quien admiro porque me encanta su forma de ser, abierta, espontánea y natural (ya se sabe: admiramos lo que deseamos), me habló de una marca de ropa que, hasta entonces, yo desconocía. Me sugirió que, si tenía ocasión, echara un vistazo en aquella tienda, porque, según ella creía, su estilo encajaba a la perfección con mi personalidad.
Pasó mucho tiempo hasta que la causalidad me llevó a pasar por delante de aquel comercio, sugerido, meses atrás, por mi buena amiga. Me di cuenta de la cantidad de veces que había caminado por delante de su escaparate sin ni siquiera reparar en el detalle de aquellas prendas. Inconscientemente tenía asociado el estampado colorido con la estridencia y, ¡claro está!, yo era todo menos estridente y llamativa. Nada más lejos, el recato, la sencillez y la formalidad ante todo.
Pero esa no era yo. Era la que se «suponía» que debía de ser. Recordé que, antes de odiar el rosa fucsia, durante mucho tiempo había sido mi color favorito. Recordé que, en realidad, odiaba la ropa seria y monocolor, y decidí traspasar el umbral de la tienda, dejando fuera todas mis limitaciones.
Para mi sorpresa constaté que mi amiga tenía razón. Era justo el estilo de ropa que a mi me gustaba. Con diseños fuera de lo común: flores, mariposas, corazones y detalles, ¡muchos detalles!. Acabados llenos de lentejuelas, purpurina, brillos, mandalas, era… diferente. Al igual que yo, que siempre me había sentido un poco desigual a mi entorno habitual.
Había descubierto, a mis cuarenta y tantos años, el estilo de ropa que me habría gustado vestir desde que era niña y que, durante tantos años, me había sido prohibido.
Semanas más tarde, tomando un té en casa de otra buena amiga, me fijé en una camiseta rosa que vestía. Unas alas de mariposa, de purpurina gris, adornaban su espalda. Por delante estaba escrito «cree en la magia». Cuando le pregunté dónde la había comprado me contestó que en la sección de niñas de una conocida tienda de ropa. Comprendí que había llegado el momento de disfrutar de todo lo que me había sido negado en cuestiones de vestimenta.
Mi madre siempre había intentado vestirme a su imagen y semejanza. Me hacía ropa con volantes, lorzas y puntillas. Siendo ella modista tenía la excusa perfecta para no comprarme ropa y confeccionármela a su gusto.
Cuando entré en la universidad mis compañeros me tomaban por una profesora en vez de por una alumna. Faldas rectas, camisas con estampados de cachemir, trajes chaqueta, pelo corto y zapatos del estilo de mi abuela, para una chica de 18 años. Lo cual no hizo sino acrecentar todavía más mi timidez y que aborreciera toda prenda que llevara un simple detalle fuera de lo común.
Y, aunque lo odiaba, inconscientemente con el tiempo terminé aceptando aquella forma de vestir. Años más tarde, cuando tuve dinero para comprarme mi propia ropa, lo único que hice fue añadir un anagrama al mismo estilo de mi madre. Sólo había cambiado la etiqueta de “la modista”, en el forro de mis chaquetas, por un caballero enarbolando una lanza, en el bolsillo de las camisas.
Pero, inevitablemente, las aguas siempre terminan volviendo a su cauce. Por mucho que se empeñen en desviar un río de su curso, siempre recupera su origen natural. Y el mío tenía más que ver con las mariposas que con los jugadores de polo.
Así que vacié por completo mi armario de toda esa ropa que seguía guardando como un resquicio del pasado. Decenas de camisas y de prendas que ya no usaba desde hacía una década, pero que todavía seguía guardando, terminaron en la beneficencia. Seguramente algún desconocido le habrá sacado más provecho que yo.
La prueba de fuego era devolverle a mi madre una gran parte de aquella ropa que, incluso hoy en día, se empeñaba en seguir cosiendo para mí, en un último intento de que yo fuese como a ella le gustaría. Una clara negativa por su parte de aceptar a su hija tal y como es.
Hacía tiempo que había metido toda su ropa en unas cuantas cajas con la intención de devolvérsela. Pero lo cierto es que habían terminado escondidas en el trastero. ¿Inseguridad, miedo?. Allí seguían. Aunque ahora ya no había escondite posible. Después de aquella limpieza habían vuelto a quedar al descubierto, ineludiblemente. Era una señal de que tenía que hacer algo al respecto.
Esa misma noche, leyendo a Jodorowsky, me topé de bruces entre sus páginas con un acto simbólico que encajaba a la perfección con aquella idea que me rondaba la cabeza, así que decidí no aplazarlo más. A la mañana siguiente bajé las cajas, las metí en el maletero de mi coche y tome la decisión de no aplazar más su devolución.
Cuando por fín lo hice y le retorné a mi madre, a través de ese simbolismo, a la hija que ella siempre quiso que fuera, me liberé por completo de aquella pesada carga. «Tú, mejor que nadie, sabrás que hacer con esta ropa que en su día me hiciste con tanto amor. Te la devuelvo porque ya no encaja conmigo«, fueron las palabras que salieron de mi boca.
Se quedó un poco trastocada. No sé bien si fueron mis palabras o las cajas que dejé en su casa. No supo qué contestarme. Durante algunas semanas, al visitarla, seguía viendolas cerradas en la esquina de una habitación. Supongo que no sabía muy bien qué uso darles, pero eso… ya no era cosa mía.
Un día descubrí que habían desaparecido. Supongo que se habría rendido a la evidencia. Nunca más volvió a insistirme con esa costumbre suya de querer hacerme ropa.
En la habitación, la corriente de aire hace tintinear los tubos del viento. Lo escogió mi hijo mediano. El que adora disfrazarse de princesa, vestirse sin seguir las normas con camisetas de niña «porque tienen diseños más bonitos» y pintarse las uñas sin importarle lo que le digan. Sólo podía haber sido él. Mi doble.
Y no podía decirle que no: las campanas cuelgan de una mariposa de cristal… de color azul cielo.
«Para ser irremplazable
uno debe buscar siempre ser diferente»
Coco Chanel