Ayer salí con mi hijo mayor a hacer unos recados. Se le rompieron las gafas y tocó hacer unas nuevas.
Cuando íbamos caminando por el centro comercial me dijo “mamá, espérame, ¿por qué caminas tan deprisa?”
Aminoré la marcha y le contesté “no lo se, es algo que me sale de forma natural, es mi modo de andar”.
Lo cierto es que después, mientras esperaba en la óptica a que le ajustaran la montura que había escogido, allí sentada me di cuenta de que repetía el mismo patrón que mi madre.
Ella siempre iba corriendo a todas partes, caminaba muy deprisa y recuerdo que, cuando iba con ella por la calle, yo siempre iba un par de metros detrás de ella. Mi madre siempre me repetía “apúrate, camina más deprisa”.
Yo odiaba tener que ir siempre acelerando el paso para acomodarme a su marcha, a su ritmo. No entendía cómo podía ir caminando tan rápido y no sofocarse. Ella, ¡que era asmática! Parecía que los sofocos nunca le daban cuando de andar se trataba.
Y yo ahora hago lo mismo que ella… ¡Ay, las dichosas neuronas espejo!
Reconozco que siempre he ido un poco acelerada por la vida, no sólo en lo tocante a caminar, sino en general. Soy una persona extremadamente resolutiva, lo cual está genial para ciertas cosas, pero para otras… no tanto.
Recuerdo que, cuando trabajaba en distribución, a mi me encantaba colocar la mercancía de los palets. El trabajo administrativo no me gustaba tanto y prefería andar trasteando por las tiendas, colocando productos, frenteándolos, organizando todo. Y es que la organización, en exceso, era otra de mis cualidades por aquel entonces.
Así que yo disfrutaba organizando todo lo que entraba en la tienda y lo hacía a la velocidad de la luz. Colocaba un palet en el tiempo que mis empleadas tardaban en colocar dos.
Ahora me doy cuenta de que en realidad eso era una especie de competición, conmigo misma: competía para demostrarme que era más eficiente, más rápida, mejor que los demás.
En el resto de las áreas de mi vida ocurría lo mismo. Esa forma de ser, extremadamente organizada y eficiente, era un modo de demostrar (a mamá) que yo era la mejor.
Esa necesidad compulsiva de hacer todo deprisa me llevó a elegir, sin pensar, una carrera que no me gustaba, un máster que no me atraía, las parejas con las que salía, trabajos que no reunían todas las características que yo quería que tuvieran…
Las prisas, las dichosas prisas. Era como si, inconscientemente, siguiera escuchando la voz de mi madre diciéndome “apúrate, camina más deprisa”.
Pero ¿dónde se generó esa “necesidad inconsciente” de ir siempre a la carrera?
En el momento de mi nacimiento. E incluso meses antes de mi gestación.
Yo nací por cesárea. A mi madre le diagnosticaron preeclampsia al final del embarazo y, por lo que me contó, cuando fue a última revisión ya no la dejaron volver a casa. La dejaron ingresada bajo el diagnóstico de un embarazo de alto riesgo. Así que es comprensible que la memoria inconsciente que se grabó en ese bebé en el útero fuera “hay que salir de aquí deprisa”, hay que nacer rápido si quieres sobrevivir.
Y así, ocurre que los que nacemos con esta urgencia la mayor parte del tiempo nos sentimos nerviosos y apresurados, siempre corriendo de un lado a otro, nos sentimos culpables por apresurar a los demás, solemos querer las cosas ¡para ayer!, tenemos mucha energía y tendemos a ser hiperactivos, no comprendemos cómo a los demás les cuesta hacer algo que para nosotros es tan fácil, logramos las cosas con rapidez al tiempo que nos sentimos culpables por ello…
Pero también llevamos la memoria de la cesárea, pues no hemos venido al mundo de forma natural, sino que ese nacimiento se interrumpió y hubo que aplicar una cirugía a mamá para sacarnos de su vientre.
Ese modo de nacer nos convierte en personas con “síndrome de interrupción”, (yo odio que me interrumpan cuando estoy hablando o haciendo algo), nos resentimos cuando sentimos que otros nos manipulan (como hizo el médico con mamá) y huimos de las relaciones cuando nos sentimos así, deseamos que nos toquen (como habríamos deseado que mamá lo hiciera en ese momento tan importante pero que no pudo hacer porque nos separaron y ella estaba anestesiada y dormida), somos indirectos a la hora de comunicarnos con los demás (porque nos costó nacer de forma normal y no pudimos decir que queríamos nacer de otro modo), tendemos a pensar que hacemos todo mal (si no pudimos hacer bien algo tan sencillo como nacer…), somos testarudos e insistimos en hacer las cosas a nuestra manera, nos sentimos invadidos…
Es frecuente también que los nacidos por cesárea sientan temor por los cuchillos o por los instrumentos con filo, que sientan que no pueden hacer las cosas por si mismos, se confundan con facilidad, les cueste tomar decisiones y terminar las cosas, se culpen por no hacer las cosas por la vía difícil, sientan que las cosas están mal si no las hacen pero si las hacen también, atraigan bloqueos e interrupciones constantes a su vida o que necesiten rodearse de personas que sientan que les vayan a salvar en una situación de emergencia.
Y todo esto por cómo hemos nacido, ¡quién lo iba a decir que afectaría tanto a nuestra vida!
Pero sí lo hace.
En mi caso, retomando el tema de la urgencia y yendo al proyecto sentido, la “urgencia” existió por partida doble, ya que mi madre se hacía mayor y las posibilidades de tener hijos cada vez se reducían más. Mis padres se casaron en el año 56 pero yo no nací hasta 1971, 15 años más tarde. Mi madre tenía 38 años cuando vine al mundo, una edad normal para nuestro tiempo, pero no tanto hace medio siglo. Para aquella época era algo inusual e incluso llegaron a preguntarle, en más de una ocasión, si yo era adoptada, porque ella era muy mayor para ser madre. Y recuerdo que ella me contó que mi padre le había dicho que “ya era hora” de tener un hijo, que si no lo tenían entonces no iban a poder tenerlo nunca. Así que yo me gesté bajo la memoria de que “había prisa” por tener un hijo.
Cuando comprendes la historia de tu nacimiento, el modo en que has venido a este mundo y lo que desencadenó tu gestación, te das cuenta de dónde se generaron esos comportamientos que, hasta este momento, regían tu vida de un modo completamente inconsciente. Y es entonces cuando puedes elegir, libremente, comenzar a caminar por la vida con más tranquilidad, confiando y sintiendo que ya no necesitas correr ni apresurarte, porque ya llegaste a la meta.
La meta era sobrevivir y tú lo lograste porque estás aquí.
Gracias Diego, por haberme recordado que aminore la marcha y que hacer las cosas sin prisas es maravilloso. A partir de hoy me comprometo a caminar con más tranquilidad.

«La prisa es universal, porque todo el mundo está huyendo de sí mismo»
Friedrich Nietzsche