“Yo siempre he tenido problemas de peso”. Es lo que me solía decir a mí misma, porque era lo que escuchaba constantemente de mi madre.
Pero lo cierto es que eso era mentira. Yo fui una niña muy delgada y “de mal comer” de pequeña.
Recuerdo que mi madre me llevó al médico en repetidas ocasiones quejándose de que no comía nada y que temía por mi salud. Recuerdo también la botella alargada y blanca, con letras azules, de “Calcio 20” y las 2 cucharadas al día que tomé durante años. También recuerdo cajas de ampollas de vitaminas que me tragué durante mucho tiempo para abrirme el apetito. Lo único que me gustaba de estas era romper la punta de cristal, el sabor era espantoso, nunca entendí cómo podían pretender que algo que sabía tan mal le ayudase a alguien a estimular sus ganas de comer más.
Recuerdo todavía a mi pediatra, el Dr. Alemany, un hombre mayor, delgado, alto, con el pelo cano, gafas y un poblado bigote también del color de la nieve. Tenía la consulta en la plaza de Vigo, en un edificio antiguo, que recuerdo con nostalgia. Era un hombre extremadamente amable y cariñoso con los niños. Me gustaba ir a su consulta porque había un ascensor de época, de hierro forjado, con dos portezuelas que se cerraban a mano para que funcionara y una gran escalera de caracol que lo envolvía, visible desde el interior del montacargas, que subía a paso de tortuga.
Tuve una época en la que visitaba su consulta con bastante asiduidad. Tengo una vago recuerdo de estar siempre enferma con problemas de estómago. Hace poco encontré varias recetas suyas de aquellos años en las que me recomendaba tomar manzana rallada y coca-cola a cucharadas. El buen hombre no era muy dado a recetar medicamentos.
Recuerdo claramente las quejas de mi madre porque yo no comía nada y los castigos que me tocaba soportar por este motivo.
Cuando regresaba del colegio mi madre me tenía preparada la merienda: la parte de abajo de un bollito redondo de pan con mortadela de aceitunas. Siempre era lo mismo. Me aburría y logró que aborreciera la mortadela. Hoy en día no soy capaz de comer ni una loncha. Si tenía suerte algún día me ponía chorizo Revilla o de Pamplona, y en ocasiones muy especiales el pan llevaba un poco de mantequilla con una hilera de chocolate Milka.
El chocolate y el chorizo estaban guardados en la cocina en una alacena fuera de mi alcance. Recuerdo que miraba hacia arriba y la veía inalcanzable. Sólo mi madre podía abrirla y darme un trozo de chocolate cuando ella decidía. Sin embargo, el calcio y las ampollas estaban guardadas en un armario de la parte baja, a mi alcance, para que me las tomara cada día a la hora estipulada.
Aparte de eso mi madre tenía una norma muy estricta que cumplía a rajatabla: no me podía levantar de la mesa sin haber terminado la comida que ella me ponía en el plato.
Daba igual lo que fuera. Daba igual que me gustara o no. Daba igual que me hubiera puesto demasiada comida. Daba igual que yo no tuviera apetito. Daba igual que me doliera la barriga. Tenía que terminarme el plato, sí o sí. Y si no lo hacía me enviaba al baño a terminar de comer o al fallado, un lugar oscuro y húmedo, lúgubre, helado en invierno y agobiante en verano. Completamente sola. Desterrada de la mesa famliar. Comiendo en el suelo de cemento polvoriento o apoyando mi plato en la taza del wc. Allí me quedaba yo durante un largo rato hasta que terminaba por comermelo todo para que me levantara el castigo.
Puedo entender la intención detrás de este comportamiento de mi madre: enseñarme a comer de todo. Puedo entender su preocupación por mi salud, pues para ella yo estaba demasiado delgada y no comía “lo que se suponía que debía comer”. Pero lo cierto es que este tipo de comportamiento tiene efectos a largo plazo: genera desórdenes alimentarios y serios conflictos con la comida.
Cuando comencé a desarrollarme, alrededor de los 13 años, las cosas cambiaron radicalmente y empecé a coger peso. Independientemente de la parte relacionada con los intentos de abuso que sufrí, que seguramente tienen mucho que ver con mis kilos de más, hoy voy a centrarme en los mensajes que yo recibí de mi familia relacionados con la comida, porque los problemas de sobrepeso son multifactoriales y no hay un único desencadenante, sino que se trata de un cúmulo de varias cosas.
Cuando era una niña mi madre trabajaba en casa y cocinaba a diario, algo que se le daba extremadamente bien.
Como el dinero no sobraba en casa, mi madre optaba por cocinar cosas dulces en vez de comprarlas. No recuerdo comer galletas de compra ni ningún tipo de bollería similar salvo la tableta de chocolate que guardaba a buen recaudo. En muy contadas ocasiones traía un par de los desaparecidos Dalkys de fresa y nata, algo que para mi era un manjar, sobre todo la capa de nata. Aparte de eso, el resto salía de sus manos: galletas, flanes, bizcochos, tartas, natillas, compotas, mermeladas… En casa siempre había dulce que comer, eso sí, salido de su buen hacer, nunca del ultramarinos. Según ella, era más sano.
Pero eso cambió cuando entré en la adolescencia. Por un lado, mi madre decidió irse a trabajar a la ciudad, con lo que ya no tenía tiempo para hornear dulces a diario. Y por otro, empezó a quejarse de mi peso, diciéndome que estaba muy gorda y que no era bueno que comiera tantos bizcochos, así que dejó de hacerlos y los fines de semana nuestra casa dejó de oler a gloria.
Recordemos, en este punto, que el olfato es uno de los sentidos que tenemos más desarrollado, y que las memorias asociadas a ciertos olores son las responsables de que busquemos transportarnos a ese momento que nos recuerda el amor y la dulzura de cierto alimento, o que busquemos huir de él, como por ejemplo cuando recordamos el aroma de las coles de Bruselas que nos servían en el comedor del colegio.
Ahí empezó otra batalla: la de mi madre con mi físico, pues para ella, yo no tenía el peso adecuado y me sobraban muchos kilos. Empezó a repetirme que “tenía un culo como un pandero” casi a diario, supongo que para que yo me viera fea y dejara de comer, pero lo cierto es que logró el efecto contrario: yo comía a escondidas, cuando ella no me veía.
Recuerdo que le sisaba dinero de su cartera casi todos los días. Curiosamente no lo sisaba del monedero de mi padre, que no decía nada de mi físico, sino del de mi madre. Ella guardaba el bolso en un armario de su habitación y yo aprovechaba algún despiste suyo para colarme en el cuarto, abrir la puerta sigilosamente y robarle unas cuantas monedas. Con ellas, al día siguiente, me compraba en la tienda del pueblo una chocolatina de la marca Milka que, por aquel entonces, había lanzado mini tabletitas con varios sabores. Había días en que no lograba tener éxito en mi robo y le pedía a la tendera que me fiara para poder saborear la ración diaria del chocolate que me era negado. Al día siguiente, con mi doble botín, saldaba mis deudas y saboreaba aquel delicioso bocado de la vaca morada que a mi me sabía a manjar de Dioses.
Y así fue como comenzó mi relación enfermiza con la comida. Comiendo en secreto lo que me era negado “porque estaba muy gorda” y así «nadie me iba a querer». ¡Tremendo decreto!
Sin embargo, en casa vivía una completa contradicción.
Cuando íbamos al pueblo, cada fin de semana, la mayoría de los días nos quedábamos a comer en casa de mis abuelos. Allí las reuniones siempre giraban entorno a la mesa y la comida. Y lo cierto es que siempre había comida en exceso, debido, claro está, a la memoria de la escasez derivada de la guerra que vivieron mis abuelos.
Así, no era raro que llegáramos un sábado o un domingo por la mañana y que mis tías estuvieran en la casa vieja, donde estaba el horno de piedra, horneando pan para toda la semana. Bollos enormes, empanada o filloas, siempre me las encontraba metidas entre fogones. Lógicamente nos ofrecían que los acompañáramos a la mesa, pues siempre había comida “de sobra”, y como era de mala educación decir que no a mis abuelos, que aún vivían, y rechazar su invitación, solíamos quedarnos casi siempre a comer.
El pan, un enorme bollo de 2 kilos, presidía la mesa, al igual que mi abuelo, que siempre ocupaba la cabecera. Un puchero enorme con caldo, patatas o verdura salido de la bilbaína y una gran fuente de carne se distribuían por la amplia mesa cuadrada de la cocina, sobre el mantel de hule de color crema.
Y allí había que comer, porque era de mala educación no hacerlo. Al igual que en mi casa, había que terminarse lo que te servían.
Las mujeres eran las que se encargaban de tal labor: cogían el plato de cada uno de los comensales y lo iban llenando de todo lo que había por la mesa: patatas por aquí, verdura por allá, que si un trozo de pollo, que si otro de cachola, que si un pedazo de ternera, que si un huevo… Si decías que no te echaran más lo veían como un desprecio, así que, para cuando el plato volvía a ti lo hacía a rebosar de comida. Comida que, por supuesto, había que terminarse si o si, no fuese que al abuelo le pareciera mal que no te lo terminaras y pensara que despreciabas lo que te estaba ofreciendo.
La contradicción estaba en que cuando yo llegaba a casa de mis abuelos, mis tías, sobre todo una de ellas que, a pesar de no vivir allí, siempre estaba en la vivienda como si se tratase de su propia casa, lo primero que me soltaba nada más verme era “uy, has engordado, tienes que dejar de comer tanto, mira que culo te ha salido, vaya piernas gordas que tienes, se te ven los michelines…” o muchas otras perlas del mismo estilo.
Mi tía no era la más indicada para hablar, porque a ella le sobraban muchos más kilos que a mí (cosa que también le ocurría a mi madre) pero, como reza el refrán: vemos la paja en el ojo ajeno. Pero luego ella, que generalmente era la que servía, me llenaba el plato hasta arriba y si protestaba me miraba con mala cara.
A la hora de los postres, sobre todo en los días de fiesta del pueblo, cuando había varios tipos de dulces para terminar la comida, todas mis tías se afanaban a llenarme el plato, pues sabían de mi debilidad por el azúcar. Incluso competía con uno de mis primos, más mayor que yo, para ver quien de los dos comía más dulce… Cuando terminaba la ración de “Larpeira”, de tarta helada o de cualquier otra cosa, las tías que al entrar por la puerta me habían tachado de culona, se apresuraban a cortarme otra ración más y a llenarme el plato de nuevo. Y lo cierto es que sí la aceptaba, porque sabía que en mi casa no iba a poder comer todas aquellas cosas que tanto me gustaban, aquellas cosas que mi madre ya no cocinaba para mí, aquellas cosas que, fuera de casa de mis abuelos, me estaban vetadas.
Así fue como me relacioné con la comida en mi infancia y adolescencia, que es donde se graban los patrones y creencias. Así fue como desarrollé una relación enfermiza con la comida que me fue negada: el dulce y la repostería, la nata y las cremas. Cuando me sentía sola, triste o aburrida buscaba azúcar para llenar mi vacío.
Un intento equivocado de “desafiar” a mamá y tomar el control hizo que me volviera adicta al dulce.
Cuando me convertí en madre y terminé con 30 kilos de sobrepeso a mis espaldas, yo era la típica que no sólo me terminaba todo lo que había en mi plato (inconscientemente seguía sin poder levantarme de la mesa sin dejar nada en él) sino que también me comía todas las sobras que dejaban mis tres hijos, imagínate…
Durante tiempo seguí comiendo a escondidas alimentos con una elevada carga de azúcar, eso que me fue negado siendo niña, la dulzura de mamá, que primero cocinaba para mi pero luego dejó de hacerlo. Hasta que me di cuenta de que todo ese azúcar no iba a llenar el vacío que yo sentía.
Porque, para romper los patrones que nos llevan a comer de forma desordenada, es necesario COMPRENDER cómo se han generado.
Todos nacemos con hábitos normales y sanos de alimentación. De bebés y de niños sólo comíamos cuando teníamos hambre, pero lo olvidamos.
Piénsalo: los niños dejan la comida en el plato cuando ya no quieren comer más, dicen que no cuando no tienen hambre, no comen cuando están enfadados, cansados o tristes. Sólo tienes que observar una típica fiesta de cumpleaños infantil: en sus platos verás que hay sándwiches a medio comer, trozos de tarta a los que les han dado apenas dos bocados, sobras y más sobras de comida por doquier. Incluso cuando les ofreces helado o chucherías, te las devuelven cuando han comido suficiente diciéndote que ya no tienen hambre, por muy suculenta que sea la golosina.
Todos hemos sido así, sólo que lo hemos olvidado. Recuperar esta habilidad para saber y poder decir que no, para decidir cuándo tenemos realmente hambre y qué alimentos son nutritivos y sirven a nuestro cuerpo, es realmente liberador y sanador. No olvidemos que el único objetivo de nuestro cerebro es alejarnos de cualquier fuente de dolor y acercarnos a aquello que nos proporciona placer. En mi caso yo buscaba alejarme del dolor de la soledad ante la ausencia de mi madre y acercarme a esa sensación de sentirme especial, cuando mamá cocinaba para mí.
Sólo cuando comprendemos qué hay detrás de nuestra compulsión por cierta comida podemos decidir, con total libertad, que ya no necesitamos llenar nuestros vacíos emocionales con ella. Mientras no descubras dónde se generó tu necesidad, seguirás comiendo sin control y segurirás pensando que es imposible que puedas perder peso, como hice yo también.
Pero créeme. Es completamente falso.
Todo está en tu mente. Todo está en tu inconsciente. Para protegerte.

«Cuando mi madre nos daba el pan, repartía amor»
Joël Robuchon