El árbol familiar resuena como el viento cuando mece las hojas y estas danzan al compás del Dios Eolo.
Hubo un tiempo en el que yo sentía rechazo hacia las personas con síndrome de Down. No me preguntes el motivo de aquel sentimiento, era algo inexplicable, una pulsión interna más allá de lo racional. Evitaba cruzar miradas, entablar conversaciones y relacionarme con personas que tenían esta característica u otra discapacidad similar.
Creo que, en el fondo, sentía miedo de ellas. Era una especie de miedo a que se me “pegara” algo de su singularidad. Irracional, lo sé, pero para la mente inconsciente muchas cosas no tienen sentido, cuando hablamos de la memoria transgeneracional.
Con el tiempo (y la indagación) descubrí qué se escondía detrás de aquel sentimiento y cuál era el drama que deseaba salir a flote con este conflicto. Porque, cuando existe una pulsión como esta, claramente hay algo más detrás de ella, algo que se ha originado varias generaciones atrás.
Mi abuelo materno resultó ser un maltratador, un mujeriego y un borracho. Por esa razón, de los 9 hijos que tuvo, 7 fueron mujeres, un varón falleció a muy corta edad y el otro, el único superviviente de sexo masculino, sería expulsado del clan, con la excusa de su mal carácter y su tendencia violenta.
¿Fue este hijo «descarriado» un reflejo del padre, quien no deseando ver su propia sombra le expulsaría de la familia? Desde luego que sí.
El mensaje que la abuela, víctima de palizas por parte de su marido, soportadora de sus borracheras y de sus deslices, aprovechando que era feriante y se iba de casa constantemente, grabó en su descendencia fue “los hombres son peligrosos” y por eso sólo sobrevivieron las mujeres, quienes hicieron piña entre ellas.
Fruto de esa fidelidad familiar, todas las mujeres contraerían matrimonio con hombres a quienes anularon, en un intento de mitigar el dolor de su propia madre: si borro a mi pareja esta no me maltratará, ni me pegará, ni llegará borracho a casa, ni se irá con otras. Así fue como tanto mi padre como mis tíos resultaron ser hombres sumisos, a la sombra de mujeres dominantes y castradoras, para evitar repetir el dolor de mi abuela.
Porque no olvidemos que, en el clan, buscamos evitar las historias que generaron muerte y dolor, y repetimos aquellas que generaron vida, a pesar de que, igualmente, sean dolorosas o traumáticas.
Yo repetí la misma historia, eligiendo para casarme, nuevamente, un hombre sumiso, siendo fiel así a la historia familiar, siendo así fiel a mi abuela.
Mi abuelo borracho, mi padre (doble de mi tío expulsado del clan) abstemio, mi exmarido (doble de mi abuelo) amante del ron, mi primogénito varón (doble de mi padre) odia el olor del alcohol…
Y así la historia se repite, una y otra vez, de abuelos a padres, de padres a hijos, de hijos a nietos.
Generamos así árboles espejo, generalmente en la tercera generación, donde la persona relacionada, la reparadora, vive en una total incongruencia: como por ejemplo el caso de mi hijo, con un abuelo que es un abstemio sumiso y el otro un borracho abusador y maltratador, un ejemplo dramático pero muy real.
Pero retomemos la historia inicial de este relato: el cromosoma de más y como ese exceso afectaba a mi vida.
Curiosamente en mi pueblo vivía un joven de mi edad que tenía esta característica, manifestada levemente, sin llegar a estar diagnosticado como Síndrome de Down. Tal y como ocurre con estas personas, se trataba de un joven extremadamente cariñoso que siempre se acercaba a saludarme, pues conocía a mi familia y yo solía frecuentar su casa ya que mi madre cosía para su madre y para su abuela. Yo le evitaba sin comprender qué me llevaba a escapar de él.
Hoy se que eso tenía que ver con mi abuelo, que se llamaba exactamente igual que aquel joven muchacho, que era todo corazón, o sea: lo opuesto a mi ancestro.
Pero mi abuelo guardaba un secreto…
Me contaron que mi abuelo, aprovechando su trabajo de feriante, le tiraba los tejos a las mujeres que conocía mientras ejercía su oficio yendo de pueblo en pueblo. Por lo visto, uno de estos deslices tuvo lugar con una mujer que era churrera, con la que había coincidido en una feria. De aquel encuentro se cuenta que nació un varón, cuya madre crio como hijo legítimo de su matrimonio, generándose así un secreto por partida doble: en mi abuelo y en la amante.
Pasó el tiempo y cierto día una de mis tías le dijo a mi abuelo que quería casarse con un joven que había conocido, pero, para sorpresa de todos, en vez de dar su aprobación, mi abuelo se opuso a dicho matrimonio. La razón de dicha oposición estribaba en que mi abuelo tenía serias sospechas de que el elegido para ser su yerno fuese en realidad… su propio hijo, fruto de aquel desliz.
El pretendiente de su hija era un año y tres meses más joven que ella, o sea, que había sido concebido, de ser cierta esta historia, en pleno puerperio de su mujer, a los 6 meses de haber dado a luz a su primogénita.
A pesar de la oposición, aquel matrimonio terminó celebrándose y de él nacieron dos hijos varones, heredando el primero el nombre de mi abuelo y convirtiéndose en su doble por fecha de nacimiento.
Puedo intuir que dicha oposición estuviera basada en el miedo a que de ese matrimonio surgiera descendencia con algún tipo de malformación, pues, de ser ciertas las sospechas, los hijos nacidos de dos hermanastros, hijos del mismo padre, tendrían bastantes papeletas para engendrar vástagos con algún que otro problema genético. Si eso hubiera sido así se habría destapado el secreto de mi abuelo y su adulterio, y con ello la vergüenza habría salpicado a todo el clan.
Y no era plan de dar más que hablar en el pueblo.
Mis abuelos ya se habían casado, en la Galicia rural de los años 20, estando mi abuela embarazada de 5 meses de aquella niña que ahora deseaba pasar por la vicaría y hacer las cosas «bien», para reparar la vergüenza generada en la generación anterior. Ella, quien parecía haber sido el desencadenante del matrimonio, algo vergonzoso, a tenor de que decidieron formalizar su enlace varias parroquias más arriba de donde vivían, para acallar así las habladurías.
Y yo, la oveja negra del clan, la que llega con la misión de destapar todos los secretos, soy la que recibe esa información y la siente, sin saber a cuento de qué vivo ese rechazo, sin comprender por qué un joven que lleva el mismo nombre que mi abuelo y que manifiesta el secreto que él desea tapar me provoca deseos de alejarme y huir de él.
Esta es la magia del árbol, las resonancias inexplicables esconden el drama familiar, el secreto escondido bajo llave.
Quizás mi abuelo también deseó escapar de aquel desliz, hacer borrón y cuenta nueva, pero lo cierto es que, en la vida, todo regresa a nosotros, del modo más inesperado.
¿Es realmente veraz esta historia, que llegó a mi en una conversación en petit comité a través de otro miembro de la familia? Yo creo que sí, que es cierta, no sólo por la pulsión que había en mi sino también porque mi tío político y mi abuelo eran, físicamente, como dos gotas de agua.
Y por experiencia se que, cuando el río suena, agua lleva…