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La magia de un nacimiento

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Hoy quiero contarte una historia mágica.

Una historia que viví hace ya una década y que significó el comienzo de mi despertar.

Se trata del nacimiento de mi hija Eva. Un parto en casa, completamente sola, sin ningún tipo de asistencia, ni matrona, ni doula, después de haber pasado por dos cesáreas con mis anteriores hijos, tras 96 horas con la bolsa rota.

Sí, sí, has leído bien. Un cúmulo de circunstancias que, de no haber sido por mi fortaleza mental, habrían terminado en una tercera cesárea programada.

Para la gran mayoría se trataba de un parto imposible. Para mi no lo era. En lo más profundo de mi corazón yo sabía que iba a lograr dar a luz a mi hija en mi hogar, rodeada de amor, sin invasiones, sin separaciones, sin dolor.

Porque, créeme, el dolor es lo que te lleva a dar el paso para cambiar las cosas. Y cuanto más dolor haya, más motivación sentirás para ir a por tu sueño.

El nacimiento de mi primer hijo fue algo que me trastocó por completo. La idea preconcebida de la maternidad y de lo que yo suponía que debía de ser un parto resultó ser un completo fiasco.

Mi ignorancia inconsciente me llevó a aceptar un protocolo invasivo tanto durante todo el embarazo como en el preciado momento del parto, lo que derivó en una separación temprana de mi hijo, una lactancia desastrosa y una depresión silenciosa.

Me tragué todas las pruebas rutinarias establecidas para algo tan natural como gestar y dar a luz a un hijo. Pinchazos, tactos, analíticas, ecografías, maniobras dolorosas y miedo. Un miedo que yo permití que se instaurara en mi interior por escuchar a los que me rodeaban en vez de escuchar a mi intuición.

Terminé aceptando el diagnóstico de mi ginecóloga, ese que decía que tenía una desproporción pélvico fetal y que, por lo tanto, debía practicarme una cesárea, cuando lo cierto era que el día anterior, como ya estaba en la fecha prevista de parto, me había hecho una maniobra de Hamilton tan dolorosa que terminé sangrando esa misma noche. Me asusté y salí pitando al hospital privado donde teníamos planeado que naciera nuestro hijo. La buena mujer, que aceptaba más pacientes de las que buenamente podía atender, para cuadrar su horario, decidió que era mejor rajar que esperar.

Mi intuición me había dicho que no estaba de parto todavía, pero el miedo que sentí al ver la sangre en mis bragas me hizo entrar en pánico. Cuando me soltó aquella bomba de que mi pelvis era demasiado estrecha, la imagen que me vino a la cabeza fue la de mi hijo atascado en el canal del parto muriendo ahogado en mi interior y le dije que me practicara la dichosa cesárea pensando que así salvaba su vida.

Cuando, meses más tarde, gracias a un par de foros en internet, comprendí que había sido víctima de violencia obstétrica, mi dolor se intensificó todavía más pero me ayudó a poner claridad en lo que no deseaba para mi siguiente parto.

Con mi segundo hijo tenía claro que deseaba dar a luz en casa pero en vez de eso, de seguir a mi intuición, escuché nuevamente a terceras personas, esas que me decían que mejor me buscara un lugar pro parto natural puesto que ya tenía una cesárea y era muy arriesgado intentar un parto a domicilio.

Me crucé el país de punta a punta, pues en Galicia no había nadie que quisiera atenderme con mis antecedentes de la raja en la barriga. Me planté en Alicante, en el centro Acuario, conocí a Enrique Lebrero y aceptó atender mi parto llegado el momento.

Sin embargo, según se acercaba el día la inseguridad y el miedo se volvieron a adueñar de mi mente. ¿Y si me metía más de 1.000 kms y regresaba con otra raja en el mismo sitio? ¿Iba a poder soportar un nuevo fracaso?

Así que busqué alternativas y trampeé al sistema. Me empadroné en Pontevedra, alegando que mi marido trabajaba por aquella zona, y presenté en el Hospital público del Salnés un plan de parto, para que me aceptaran en él, ya que era el único centro pro parto natural de Galicia del momento.

Conseguí entrar y aceptaron mi plan de parto a menos de un mes de dar a luz. Sin embargo, en mi interior, aquello no era lo que yo deseaba: yo quería parir en casa, no en un hospital. Ni siquiera fui capaz de preparar la bolsa con la ropita de mi hijo, algo que postergué hasta el mismo momento de salir hacia el hospital, un claro reflejo de mis resistencias.

Ocurrió que, mientras me duchaba, rompí la bolsa bajo el agua y me asusté. Con mi primer hijo el parto ni siquiera se había desencadenado de forma natural. Ahora sí lo hacía y eso era un indicativo de que se acercaba el temido momento. Llamé al centro Acuario, en Alicante, y me indicaron que me tomara aceite de ricino para provocar las contracciones y que, si lo deseaba, estaba a tiempo para llegar incluso allí a dar a luz. Pero no fui capaz y todo se torció.

En la farmacia a mi marido le dieron aceite de hígado de bacalao en vez de ricino y el parto, lógicamente, no se desencadenó. No fue por el aceite, sino por mi pavor. El miedo bloqueó el parto. Cuando llevaba casi un día con la bolsa rota sin ningún indicio de parto decidí acercarme a Pontevedra al hospital. Decidieron que esperarían al día siguiente para provocar el parto y me dejaron ingresada, separada de mi hijo pequeño, quien se fue a una casa rural con su padre a pasar la noche.

No aguanté allí ni una hora. Llamé a mi pareja y le pedí que me fuera a buscar. Firmé el alta voluntaria y me comprometí a regresar a la mañana siguiente a seguir con el protocolo establecido. No pegué ojo en toda la noche. Estaba ansiosa y nerviosa, temiendo que la historia volviera a repetirse y terminar con otra cesárea en mi historial. No hacía más que repetirme mentalmente: desencadénate, ten contracciones, arranca ya!!! Y, lógicamente, mi estado lo único que logró fue frenar el parto.

A la mañana siguiente regresé, resignada, a una inducción, que, lógicamente, resultaría fallida. Si bien las matronas fueron amorosas y me acompañaron en todo lo que pudieron, la ginecóloga de turno, nuevamente una mujer, se mostró autoritaria y despreciable. Se negó a seguir con la inducción más allá de las 8 horas y me amenazó diciéndome que, dados mis antecedentes de una cesárea previa, si no aceptaba cumplir con sus recomendaciones y aceptar otra cesárea, llamaría al juez de paz para que firmara una declaración en la que se desentendía de mi y de mi bebé.

En aquel momento me derrumbé. Mi pareja no tenía la capacidad para enfrentarse a aquella situación y darme el apoyo que yo necesitaba y cedí a un nuevo corte en mi barriga para sacar de ella a mi segundo hijo.

En relación al primer parto conseguí que no hubiera separación, ningún protocolo invasivo hacia mi bebé y la lactancia fue como una seda. Pedí nuevamente el alta voluntaria a los dos días y me volví a mi casa con una nueva decepción, con una segunda depresión a mis espaldas.

Y tuve que escuchar eso que tanto temía, el “ya te lo había dicho yo, que ibas a terminar con otra cesárea”, porque aquello a lo que damos poder, es lo que manifestamos en nuestra vida.

Así fue como el dolor se intensificó en mi vida. El dolor de no haber podido dar a mi hijo el parto que se merecía. El dolor de no haber podido estar con mi primogénito en ese momento tan especial. El dolor de sentirme una fracasada. El dolor por haberme sentido humillada, amenazada, maltratada y sola nuevamente. Y decidí que había tenido suficiente y que, a la tercera, sería la vencida. No estaba dispuesta a volver a pasar por lo mismo otra vez.

Cuando supe que estaba embarazada de mi tercera hija decidí hacer las cosas de un modo completamente diferente. Esta vez sí seguiría a rajatabla a mi intuición y no iba a escuchar a nadie más, ni siquiera al padre de mis hijos.

Lo primero que hice fue mantener, en absoluto secreto, mi deseo más ferviente: dar a luz a mi hija, en casa, SIN NINGÚN TIPO DE ASITENCIA. Para ello tracé un plan alternativo, para estar tranquila yo y que nadie me molestara.

Cambié de ginecólogo, encontré a un hombre dispuesto a aceptar mis condiciones. Le dije claramente cual era mi “intención”: dar a luz en mi casa con una matrona y una doula, y que sólo haría una visita por trimestre, sin analíticas ni ninguna prueba, para comprobar únicamente, que todo iba como la seda. Aceptó acompañarme y encontré también a una matrona y una doula, una en Pontevedra, la otra en Ourense, que aceptaron acompañarme, si bien dudaban de mi capacidad para afrontar semejante reto, pues sentían que tanto mi físico (con un sobrepeso considerable) como mi estado emocional, dejaban mucho que desear.

No me importó, para mi eran sólo una tapadera para mi plan real: parir sola en la cama de mi habitación.

A partir de ese momento comenzó el trabajo más difícil: reprogramar mi mente inconsciente y empoderarme para lograr hacer realidad mi sueño y demostrar a todos los que me habían increpado con anterioridad, que se habían equivocado.

Ocurre que, cuando tomas la decisión, el Universo comienza a poner en tu camino todo lo que necesitas para hacer realidad tu sueño.

Así fue cómo encontré un maravilloso libro, completamente en inglés, de dos mujeres americanas que habían pasado por cesáreas previas y habían logrado dar a luz de forma natural. En él recopilaban testimonios de cientos de mujeres que habían pasado por lo mismo y habían conseguido el parto de sus sueños. Lo pedí por internet y me lo leí una decena de veces. Busqué más libros con historias de éxito y me empapé con ellas.

Por las noches, cuando mis hijos y mi pareja dormían, yo me sentaba delante del ordenador y buscaba videos en youtube de mujeres con cesáreas previas dando a luz en sus casas, viendo partos naturales, viendo el parto de mis sueños. Noche tras noche, durante nueve meses. Diciéndole a mi mente: esto es lo que quiero, si otras mujeres lo han logrado, YO TAMBIÉN PUEDO.

El lunes día 12 de septiembre de 2010, al meterme en la ducha, sentí un chorro de agua corriendo por mis piernas y me di cuenta de que acababa de romper la bolsa. La historia se repetía y, por un instante, sentí miedo de terminar del mismo modo que con el parto de mi segundo hijo. Pero decidí mantener la calma. Esta vez iba a ser diferente, me había preparado. Había leído historias de decenas de mujeres que se pasaban días con la bolsa rota y el parto se desencadenaba al final con total normalidad.

Llamé a la doula y subió a verme. Se comunicó con la matrona y le dijo que no estaba todavía de parto. Esta vino también y me tranquilizó diciendo que el bebé estaba perfectamente y que no me preocupara. Entre ellas habían decidido que me acompañarían hasta donde yo decidiera, si bien, no me veían con fuerzas para lograr tal cometido, algo que me dijeron días más tarde, tras dar a luz. No confiaban en mi, pero yo sí lo hacía. Me sugirieron que tuviera presente la alternativa de ir al hospital llegado el momento, algo que me habían pedido para aceptarme como parturienta: una vía de escape, pues no querían arriesgarse. Pero les dije que, si bien ahí estaba, no iba a ser necesario.

La doula se quedó conmigo una noche, tras la cual regresó a su casa, después de haber hecho una barriga de escayola que decoró con la ayuda de mis dos hijos. La matrona se subió el jueves a un avión camino de Italia, pues tenía un viaje programado y no lo podía posponer. Y cuando ambas se fueron y yo me quedé sola el parto, sencillamente, se desencadenó. Porque eso era lo que yo le había dicho a mi mente: que deseaba dar a luz sola.

El jueves por la tarde me fui a la playa a pasear. De madrugada hablé con mi bebé y le dije que estaba preparada para su nacimiento, que podía venir, que la acogería con todo mi amor. Y el viernes por la mañana, al poco de despertarme, comenzaron las contracciones, nada dolorosas por cierto, nada que ver con la experiencia que había tenido con mi segundo hijo, con contracciones inyectadas que resultaron ser insoportables.

El día transcurrió entre el dormitorio y el baño. Me preparé una bañera con velas, dormí una siesta con mis niños en cama, practicando el colecho mientras las contracciones iban y venían tranquilamente gracias a que el pequeño todavía mamaba. Me senté sobre la pelota, sobre la cama, fui a comer algo… y cuando comenzó a anochecer todo se aceleró.

Llamé a la doula alrededor de las 8 de la tarde y le dije que sentía que estaba de parto. Ella dudó de mi palabra y pensó que todavía me faltaba así que no se apresuró en su viaje. Cuando llegó, casi a las 11 de la noche, Eva ya había nacido hacía casi una hora, y yo yacía acurrucada en la cama con ella sobre mi regazo, con el cordón umbilical todavía uniéndonos y extasiada. La doula me ayudó a incorporarme y la placenta salió con un leve pujo, cortamos el cordón y me ayudó a asearme, todavía sin creerse lo que estaba viendo.

Aquel día me dijo unas palabras que jamás olvidaré: “este parto te cambiará la vida”, y así fue, su decreto se hizo realidad.

Ese día me di cuenta del poder de la mente inconsciente. Del poder de la claridad, de guardarte tus sueños en secreto, de no escuchar nada más que a tu intuición, de reprogramar tu mente y de creer en ti misma.

Y aquel día comenzó mi nueva vida.

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Me ha encantado leerte y una vez más tengo que confesarte que me siento muy identificada, la violencia en el parto está tan normalizada y nos quitan tanto poder en todas las interminables visitas médicas… Me alegro tanto que al final pudieras disfrutar del parto soñado, el parto que merecemos. Un abrazoteeeee y gracias por compartir con tanta honestidad tu experiencia

  2. bego

    Así es Sarita, permitimos que anulen nuestra capacidad innata para parir, pero igualmente todo es perfecto aunque así ocurra, porque en historias como estas se esconden grandes aprendizajes para crecer como mujer, como madre y como persona. Un abrazo enorme para ti también.

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