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Hablemos de sexo

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¿Recuerdas el programa de la Dra. Ochoa, ese que se emitió allá por 1990? Pretendía informar sobre sexualidad desde una perspectiva científica y humana sin entrar en juicios de valor. Fue un programa realmente novedoso ya que hasta el momento no se había hablado de un tema tan controvertido en televisión de forma abierta y didáctica.

Lástima que sólo durara una temporada. Aún así, a mi me marcó, porque en mi casa en sexo era un tema completamente tabú y yo no tenía acceso a ningún tipo de información relativa a estos menesteres, salvo la poco fiable sección “Mi primera experiencia” de la desaparecida revista “Superpop”.

Gracias a esta mujer gallega, y al coleccionable que sacaría meses más tarde los fines de semana en el diario El País, obtuve muchas de las respuestas que buscaba a la vez que comenzaba mi primera relación con un chico.

Yo jamás hablé de sexo con nadie. Por no hablar no lo hacía ni con mis parejas. El sexo era algo que se hacía y punto. No se comentaban las jugadas al final del partido y, por supuesto, nada de aportar sugerencias sobre preferencias y gustos personales.

Este silencio y secretismo se originó varias generaciones más arriba en mi familia, cuando mis dos abuelas se quedaron embarazadas allá por los años 20 y el sexo tuvo la culpa de que terminaran pasando por el altar para tapar la mancha de su desliz. Pero quizás venga de más arriba incluso en el árbol familiar.

Supongo, porque no he tenido referencias en las amigas que tuve de adolescente, que esto de la sexualidad es algo que se suele vivir en la más absoluta intimidad. Todas íbamos a un colegio religioso así que el sexo era un tema igual de tabú que en mi familia.

Tampoco tuve un modelo de referencia a quien acudir en mis padres para preguntarles las dudas que me asaltaban. Mi madre se habría escandalizado y seguramente habría terminado con una bofetada en la cara si yo hubiera tenido la desfachatez de interrogarla sobre estos menesteres. Y a mi padre, por eso de que yo era niña y él varón, no se me habría ocurrido acudir para salir de dudas.

Teniendo en cuenta que la única educación sexual que me proporcionó mi madre fue decirme la frase “a partir de ahora ten cuidado con los chicos” el día que me vino la regla, con 12 años, y ponerme una incómoda compresa en las manos, mientras yo estaba sentada en la taza del wc, tampoco es que pudiera esperar mucho más. Imagino que ella tampoco habría recibido gran cosa de su propia madre o que incluso habría sido alguna de sus hermanas mayores la encargada de introducirla en estas cuestiones y ofrecerle una compresa, de tela, allá por los años 40 en una remota aldea a las afueras de la ciudad.

Así que, cuando mi cuerpo comenzó a sentir el impulso de explorarse y la necesidad de masturbarme, lo satisfice en mi habitación, que estaba pegada al dormitorio de mis padres, en completo silencio para que no se dieran cuenta del pecado que estaba cometiendo a oscuras al otro lado de la pared.

Un peluche de oso marrón, que tenía una nariz rígida y salida hacia fuera, a modo de pequeña verga, se convirtió en mi juguete sexual y cómplice de mis descubrimientos. Durante el día descansaba en la estantería de mi habitación, en medio de mis pertenencias y juguetes de niña que todavía guardaba como recuerdos y por las noches se transformaba en mi silencioso amante.

Qué curioso, yo tenía 3 ositos de peluche: el papá oso, el más grande, anaranjado, con brazos y piernas acartonados que se doblaban para poder sentarlo o moverlo, otro mediano, mullido, de color crema con la punta de las patitas de color chocolate, y un osito diminuto, como la palma de mi mano, que llevaba conmigo a todas partes siendo muy chiquita, de color rosa y con un par de botones de color verde claro a modo de ojitos. Era una familia de osos igual que la nuestra: papá, mamá y un retoño. Y cómo es el inconsciente: escogí al papá oso para mis fantasías sexuales, un complejo de Edipo en toda regla.

Luego, cuando tuve mi primer novio, buscaría nuevamente a un chico que me recordaba, inconscientemente, a mi padre: un joven delgado, moreno, con el pelo rizado, y con unas hermosas manos que usaba para jugar al baloncesto, su pasión, mientras yo observaba las de mi padre, en su taller, lijando o martillando, deseando sentir sus caricias en mi cabeza o en mi espalda, en vez de acariciar la madera que nos daba de comer. Mi padre no era un hombre afectuoso, no recuerdo que me diera besos ni por supuesto caricias o abrazos salidas de sus callosas manos, y sin embargo yo anhelaba recibirlas, como cualquier hijo añora sentir muestras de afecto de ambos padres.

Quizá por ese motivo sea eso lo que más me guste de los encuentros sexuales: las caricias en el pelo o en la espalda, algo que tampoco recibí jamás de mis amantes, porque eran como mi padre, hombres poco afectuosos.

Inconscientemente reproducimos relaciones similares a las de nuestros progenitores. Una hija buscará un hombre similar a su padre. Un hijo varón una mujer parecida a su madre.

Por reproducir hasta reproduje en mis relaciones el mismo silencio que aprendí a mantener derivado del ocultismo de mis encuentros acontecidos en la habitación contigua a la de mis padres.

Relacionado con este tema está la alergia a los ácaros del polvo, cuya resonancia es un conflicto directo de la sexualidad, cuando se vive como algo sucio, difícil de digerir, invasivo, pecaminoso. Mi madre tenía alergia al polvo, lo cual, vista la historia de sus padres, es fácil de comprender. Yo, durante un tiempo, también tuve la misma enfermedad. El origen de mi conflicto se remontaba a cierto día en el que vi a mi padre, escondido en su taller, masturbándose mientras ojeaba una revista pornográfica que tenía oculta detrás de unos tablones de madera. Curiosamente yo terminaría casándome con un hombre con intereses similares a los de mi padre, aunque mucho más acentuados.

Y es que todo resuena en el árbol.

Motivada por esas carencias de mi propia infancia, por ese deseo de haber tenido alguien que me hablara abiertamente, sin tapujos, sin mentiras, sin juicios, sin miedos, sin asco, sobre sexo, yo trato este tema abiertamente y con total naturalidad con mis hijos. Porque soy consciente del poder que tiene vivirlo como algo sucio.

Ahora que mis dos hijos varones están en plena adolescencia uno de ellos y el otro entrando en esta etapa, me toca desenmarañar la historia de mis ancestros para que no vuelvan a repetir, en sus propias vidas, con sus futuras parejas, lo mismo que sus predecesores.

Si bien es cierto que cada uno es la historia de sus dos progenitores, por lo menos trataré de sanar, en la medida de lo posible, la parte que les corresponde a su madre, y la de su padre… el tiempo dirá.

Al igual que me ocurría a mi, que me sentía incómoda sólo por pensar en hablar de este tema con mi propio padre, a mis hijos varones les desagrada tocar este tema con su madre. Me dicen que les resulta “raro” que yo les hable de estas cosas, quizás no es lo habitual en su entorno (sus amigos no hablan de sexo con sus padres) y por eso lo ven extraño. O quizás esa reticencia se deba a la resonancia de su propio padre. Pero para mi resulta liberador poder tratar este tema sin juicios, porque se que, de un modo u otro, tendrá un impacto más o menos positivo en sus vidas. Se que es el padre quien debería tener este tipo de conversaciones con sus descendientes varones, sin embargo, en su caso, tristemente no está por la labor de hacerlo, pues considera, en una nueva repetición y fidelidad familiar, que un padre no debe de hablar de sexo con sus hijos. Sin embargo, para mi es importante que no se viva como algo tabú, pues, por propia experiencia se, en que deriva que así se trate y, en este sentido, aportaré mi granito de arena, por pequeñito que sea, a su historia.

En estos casi 50 años de vida, puedo decir que todas las parejas/amantes que he tenido han compartido una característica común: la búsqueda de su propia satisfacción sexual ignorando la mía por completo. Sólo uno de mis partenaires se mostró generoso y realmente interesado por equilibrar la relación, el resto, el 99% un cero patatero.

¿Dónde se generó este conflicto?

En las creencias familiares, en la memoria ancestral, esa que decía que la mujer estaba al servicio de hombre, para su satisfacción, como les ocurrió a mis abuelas, sobre todo la materna, con 9 hijos a sus espaldas y quien sabe si alguno más, fruto de todos los polvos que echaba con mi abuelo, intuyo que la mayoría a desgana, a tenor de las historias que han llegado a mis oídos.

Normal que luego mi madre tuviera alergia al polvo…

¿Y qué hice yo? Pues repetir la misma historia y limitarme a satisfacer las necesidades del otro olvidándome por completo de las mías. Me casé con un hombre que me tachaba de frígida por no tener orgasmos con él o que me decía que mis peticiones de caricias nada tenían que ver con el sexo, que eran pamplinas y quedaban relegadas al olvido.

Hasta que un día me cansé de esa falta de equilibrio, de ser siempre la que da y que nunca recibe, de estar al servicio del varón y de sus necesidades, relegando las mías al baúl de los recuerdos.

Ese día decidí que no me iba a conformar, y puse un pie en una tienda de mi ciudad para comprarme un dildo, de color morado, enfrentándome así mis miedos, al qué dirán si algún conocido me veía comprando esas cosas, porque la creencia era que estaba mal visto que una mujer se diera placer a si misma.

Aquel día elegí pensando en lo que a mi me gustaba, y volví a casa con un juguete sexual escogido por una mujer libre. Un juguete que, cuando el que era mi marido lo descubrió se sintió dolido en su ego. Dolido al comparar el tamaño de la verga artificial escogida por su mujer con la suya propia. Dolido al comprobar que su mujer prefería darse placer en soledad, cansada de que él se escudara en su problema de eyaculación precoz para dejarla siempre a dos velas. Dolido al darse cuenta de que en realidad su mujer era multiorgásmica y no una frígida como él se empeñaba en creerse para enmascarar así sus propios conflictos. Dolido, en el fondo, por su propia historia y por la de sus antepasados, no sanada.

Aquel episodio precipitó el fin de mi matrimonio.

Cansada de dar siempre y no recibir jamás (en todos los ámbitos, no sólo en el sexual).

Cansada de repetir historias por mera fidelidad familiar.

Cansada de arrastrar una gran falta de autoestima que me había llevado a aceptar cosas que no me agradaban.

Recuerdo, en especial, un día que me había encerrado en mi habitación, aquejada de uno de los múltiples cólicos de vesícula que me asaltaban por aquel entonces. Encogida sobre mi cama, como un caracol en su caparazón, la imagen del dildo que tenía escondido entre mi ropa interior asaltó mi mente.

Pensé que quizás un chorro de endorfinas me haría más efecto que el calmante que me iban a inyectar si iba al hospital y así fue como descubrí el efecto que tenían la dopamina y la oxitocina en mi organismo: aliviaban los cólicos durante unos pocos minutos.

Intentando evitar el dolor insoportable que sentía aquejada por la incoherencia que vivía en mi vida en aquel momento (deseando divorciarme, pero enfadada conmigo misma por ser una cobarde y no dar el paso), comencé a masturbarme y así fue como descubrí mi condición de multiorgásmica, al llegar al climax una vez tras otra hasta que mi clítoris terminó dolorido de tanta estimulación.

Aquel día comencé a comprender que no tenía porqué conformarme con lo que se suponía que me “había tocado”.

Comencé a pensar en mi misma, a ser un poco egoísta, a escuchar más a mi cuerpo y menos a mi entorno.

Comencé a dejar de sentirme culpable por desear tener equilibrio, en vida y en mis relaciones sexuales.

Comencé a comprender la importancia de ser muy selectiva a la hora de escoger quien “entra” en mi pues no sólo se trata de un pene sino de la energía que su dueño deposita en el cuerpo de una mujer.

Comencé a comprender, aunque tardaría unos cuantos años más en liberarme por completo de aquellos condicionantes.

Hoy, por fin puedo decir, que soy una mujer liberada y libre, sexualmente hablando. Y por eso he decidido que, en mi vida, y en mi cuerpo, sólo tiene cabida la energía positiva y equilibrada.

Mientras espero a que eso llegue cuando el Universo tenga a bien, decido, conscientemente, que prefiero estar sola, conmigo misma, porque ya no necesito aceptar relaciones que no me satisfacen.

Porque mi autoestima ya no lo necesita.

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