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Los nombres de mis hijos

Antes de que la idea de ser madre se me pasara por la cabeza ya había elegido los nombres que me gustaría que llevaran mis hij@s.

Como animales que somos, nos regimos por cuestiones biológicas. Y, haciendo caso a la biología, inconscientemente buscamos procear una pareja, primero un varón y luego una mujer. Yo, siguiendo esa línea, tenía en mi mente dos nombres que, curiosamente, empezaban por la misma letra: Iván e Iria.

Si una cosa he tenido siempre muy clara, es que quería que mis hijos tuviesen su propio nombre.

Esa tradición de repetir el nombre de un ancestro «en su honor«, se me hacía una carga demasiado pesada. Siempre he creído que cada niñ@ debía tener su propia personalidad, y eso empezaba por llevar un nombre único y no un lastre de tres o más generaciones de difuntos y ancestros a sus espaldas.

En una familia plagada de Josés, Antonios, Manueles, y sus correspondientes femeninos por lo menos hasta la 6ª generación, el hecho de que yo fuese la primera Begoña, hacía presagiar un destino diferente para aquella niña cuyo nombre nada tenía que ver con los que hasta entonces habían llevado todas las mujeres de su familia.

Sin embargo, dejando a un lado el origen de mi nombre y retomando el de mis hijos, mis anhelos no se vieron cumplidos. Su padre se negó en rotundo a que su primogénito llevara un nombre «de origen ruso», algo inaceptable para alguien orgulloso de sus orígenes cántabros y madrileños. El nombre elegido debería de ser castizo. Así que, a pesar de la existencia de la equivalencia castellana en el nombre de Juan, éste quedó descartado.

Mi primogénito rompía así la tradición de su familia paterna de llevar el mismo nombre y apellido que su padre. Ante mi negativa de que ostentase el mismo apelativo que sus generaciones predecesoras, Diego fué el nombre elegido en vez de Iván. Desde luego no por azar.

Pero el inconsciente SIEMPRE domina, de un modo u otro.

¿Por qué Iván?. En mis años de adolescencia hubo un joven llamado Juan del que me enamoré profundamente. Fué mi primer amor. Mi inconsciente buscó ese mismo nombre traducido a otro idioma para que no fuese tan obvia la similitud.

A pesar de que al final Iván no fue el nombre elegido, la personalidad asociada a él sigue estando presente en mi hijo. Si hablamos en términos de «proyecto sentido», todo lo que la madre vive, desde varios meses incluso antes de nacer y haberse gestado en el vientre materno, se queda grabado en el niño.  Y mientras él estaba en mi vientre yo fantaseaba con la ilusión de que llevase ese nombre.

Iván significa «hombre bendecido por Dios». A las personas que así se llaman suele apasionarles la informática y la tecnología, así como la vida familiar. El gran anhelo de mi primogénito es ser programador.

Por otro lado, su nombre real, Diego, significa «el instruido», y si alguien adora leer y aprender, es mi hijo. Un niño que lo primero que hace al levantarse es ponerse a leer y que, vaya a donde vaya, siempre lleva un libro bajo el brazo. ¿Casualidades?, no creo en ellas.

Pero a pesar de mis intentos conscientes de no repetir ningún patrón familiar, el inconsciente, que según B. Litpon, utliliza entre el 95 y el 99% del tiempo la información almacenada desde nuestra niñez como referencia de nuestros pensamientos, se salió con la suya.

El nombre de Diego deriva etimológicamente de Santiago. Así se llamaba un joven con quien tuve una intensa relación amorosa. Curiosamente alguien también muy instruido, que me cautivó por ese motivo y que, en la actualidad, se gana la vida como escritor. ¿Más casualidades o, quizá, más inconsciente?.

Y por más que me empeñé en evitar la más mínima similitud con cualquier nombre de una generación precedente, terminó compartiendo 3 de sus 5 letras con mi propio nombre: Diego – Bego. Ambos terminados en «ego» y con un sonido prácticamente idéntico. ¿Por qué no me sorprende que nuestros egos siempre anden chocando el uno con el otro?

Pero, sigamos, sigamos indagando en las curiosidades de la etimología.

El segundo de mis hijos se llama David, cuyo significado es «el amado, el elegido». Su origen se asocia con una persona de personalidad fuerte, con gran energía y que le gusta decir lo que piensa sin reparos.

De los tres fué el «elegido» a quien más amamanté. Casi 5 años, Diego apenas dos de lactancia desastrosa, y Eva poco más de tres. Él es el espejo en quien más me veo reflejada. Su constante curiosidad, su sensibilidad, su seguridad en sí mismo, su gusto por la naturaleza y la música… es mi vivo retrato, tanto en las cualidades que admiro como en las que me desagradan, pues sé que esas son una evidencia de lo que debo pulir en mi propio cristal.

Y es que no podía ser de otro modo. David es mi doble. Él nació un 16 de junio y yo el día 20 del mismo mes, con apenas una hora de diferencia. Es más, estoy segura de que si su parto no hubiese sido inducido, compartiríamos el día de nuestra onomástica.

David también se llamaba un joven universitario de quien también me enamoré. ¿Su rasgo más destacado?: ¡unos impresionantes ojos de color azul!. Desde el momento que supe que estaba embarazada, tuve la certeza de que los ojos de mi hijo serían del color del mar. Y no me equivoqué.

¿Y qué decir de la segunda de mis elecciones antes de convertirme en madre?. Iria, un nombre eminentemente celta. Una guerrera según la tradición nórdica. Es la diosa del arco iris, «aquella que anuncia, la de hermosos colores». Su onomástica se celebra el día 13 de septiembre, justo el día que me puse de parto rompiendo aguas. ¿Una nueva casualidad?

Pero el hecho de que fuese un nombre gallego hizo que quedara tan descartado como su predecesor Iván. En su lugar, la benjamina de la casa lleva el nombre de Eva, cuyo significado es «la fuente de la vida, la que da la vida».

En terminos de transgeneracional ella también es mi doble por fecha de nacimiento. Y, en honor a su nombre, su nacimiento me hizo conectarme con mi «fuente». El día que ella nació algo en mí empezó a cambiar, me abrió los ojos a «una nueva vida». Y también me ayudó a sanar la relación con mi propia madre. No en vano, el santoral de Eva se celebra el 11 de febrero, el día del cumpleaños de mi madre…

Y es que nada ocurre por azar. Todo tiene su significado. Solo hay que prestar un poco de atención y hacer consciente lo inconsciente. Mi nombre, Begoña, significa «lugar de la colina dominante». Y, como no podía ser de otro modo, mi casa está situada en lo alto de una colina desde la cual tengo unas preciosas vistas de todo mi vecindario.

«Eres esclavo de aquello que bautizas con tu nombre.
Si lo sueltas, deja de ser tu amo»

Alejandro Jodorowsky

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